«Pobres pero no boludos»: ¿el 3, el 10, el 25 o el 50% de derechos de autor en el libro digital?

Por estos días, los escritores y los ilustradores de Literatura Infantil y Juvenil de Uruguay estuvimos intercambiando correos e hicimos una reunión. El intercambio se suscitó a raíz de un negocio con libros de nuestra autoría para los cuales el Plan Ceibal adquirió licencias de uso a los efectos de incluirlos como contenidos literarios en una biblioteca digital de uso exclusivo de los poseedores de las «ceibalitas» (laptops que la Administración de Enseñanza otorga a todos los estudiantes de educación primaria y del ciclo básico de secundaria).

El Plan Ceibal hizo el negocio con las editoriales a raíz de una lista de títulos (44 de autores nacionales, 46 de autores extranjeros) sugeridos por el ProLEE. No todas las editoriales que tenían títulos en esa lista aceptaron el negocio. De las editoriales que lo aceptaron, no todas aceptaron hacerlo con todos los títulos. De los títulos que finalmente se negociaron, no todos los contratos de cesión de derechos firmados entre editoriales y autores estaban en igualdad de condiciones para los autores.

Biblioteca Mínima ProLEE

Biblioteca mínima para educación inicial y primaria.

De las reuniones surgió que las propuestas de pago (por concepto de regalías) de las editoriales a algunos de los autores cuyos libros entraron en el negocio eran bien distintas. Iban de no pagar nada (fue el caso de algunos ilustradores, la gran mayoría) a pagar un 3% en el caso de una ilustradora (que bien puede ser un 30%, porque el contrato es ambiguo en el punto), a pagar un 25% en el caso de un grupo importante de autores de diferentes editoriales (a los que les propusieron ese porcentaje en una adenda al contrato original donde no se decía nada sobre este tipo de negocios, o lo que se decía era contradictorio pues bien podía ser un 10% o un 70% según los casos), a pagar un 50%, en el caso de otros autores. En los contratos había de todo y para todos los gustos, sí señor.

En la discusión que mantuvimos los autores no llegamos a una posición común sobre qué era lo que debíamos arreglar con las editoriales. El caso resultaba extraordinario, había urgencias planteadas, las dificultades contractuales a la vista nos complicaban mucho para fijar una posición.

El negocio entre el Plan Cebial y las editoriales no puede entenderse como un negocio de libro digital. Para el caso, no se trata de que las editoriales estén produciendo un libro digital y vayan a venderlo al público. Es una venta única, de una licencia de uso, que implica que las editoriales concedan al Plan Ceibal un documento de PDF con los libros, que el Plan Ceibal luego convertirá a formato EPUB para poner a disposición (exclusiva) de los usuarios de las ceibalitas.

Si bien el negocio se entiende como comercialización de libros, hay que aclarar que de parte de la editoriales no hubo ni habrá ningún proceso de agregación de valor a algo que ya tenían hecho: los PDF con los libros. Su riesgo, al entrar en este negocio, podía ser que la circulación de los libros en formato digital afectara la venta de ejemplares en papel. Su ventaja, al entrar al negocio, podía ser que esa circulación incrementara las venta de los títulos en formato papel, teniendo en consideración que las ceibalitas operarán como un gran escaparate donde las familias de los escolares se enterarán de la existencia de algunos libros y por ahí, si la economía se los permite, deciden comprar alguno para tener en papel: téngase en cuenta que son 380.000 los usuarios de las ceibalitas que podrán acceder a esta biblioteca. El negocio parecía redondo para las editoriales. No obstante, todo aquello que tenga que ver con el libro digital genera reacciones inmediatas entre los actores del mundo del libro, y la negociación tuvo sus idas y venidas. Ya decíamos que algunas editoriales prefirieron no entrar en el negocio.

Desde la perspectiva de los autores, a mí no me caben dudas, lo justo debería ser que estos recibieran un 50% de la utilidad total del negocio. Hay una pauta nunca explicitada que rige los contratos entre editoriales y autores y es la de que estos son socios a la hora de lanzar un libro al mercado. Ambos, se supone, ganan el mismo porcentaje sobre el precio de venta al público: un 10%. El resto del dinero del precio unitario del libro se reparte entre otros actores (distribuidores, vendedores) o se considera en la suma de los costos variables (que pueden ser de diseño, corrección editorial, imprenta, marketing, etc.). Para calcular el precio unitario de un libro se recurre a lo que en microeconomía y contabilidad se llama un escandallo, esa palabreja, que no es más que la determinación del precio de coste de una mercancía con relación a los factores que lo integran.

Determinar el precio de coste y de venta del libro por los factores de su producción, escandallar un libro, es algo que todo editor hace (o debería hacer) para llegar a un precio unitario del libro. Luego de calcular todos los costos puede saber si la operación industrial (la edición y publicación de un título) es rentable. Con ese dato, el del valor unitario del libro, el del Precio de Venta al Público (de aquí en más PVP) según sus costes de producción, y con otros que comprenden el análisis y el conocimiento del mercado, el editor evalúa si el proyecto de libro es viable: sabe si dispone del capital para invertir y sabe (o tendría que saber, cosa que no siempre sucede) si el libro va a funcionar en el mercado. En esto, la experiencia del editor es clave. Años de hacer libros y de venderlos le dan una perspectiva sobre la viabilidad de un proyecto y sobre los riesgos que asume al lanzarse a publicar un libro. Entre esos saberes hay un dato que está asumido: el 10% del PVP es para el autor y una suma igual es para el editor.

¿Qué costes considera el editor a la hora de escandallar el precio de un libro? Básicamente, en nuestro país, para un libro publicado en rústica y con solapas, son los siguientes:

– Imprenta y Encuadernación: 10%

– Edición, diseño, corrección y maquetación: 5%

– Marketing: 5%

– Distribuidor: entre 15 y 20%

– Librero: 40%

– Derechos de autor: 10%

– Editorial: entre 10 y 15%

– (El margen de ese 5% que puede quedar entre gastos de edición o distribución varía según el libro.)

Todo esto es usual en lo que hace a la publicación de libros en papel y a su comercialización por los canales habituales de la cadena del libro (distribuidor y librerías). Por lo general, para otro tipo de ventas especiales, los contratos estipulan un reparto de utilidades entre editor y autor que puede ser del 50% o del 40% según el editor y el contrato. Y es que se entiende que en estos negocios puntuales el editor y el autor siguen yendo a medias en el reparto de utilidades: esto puede valer para ventas institucionales al Estado, o para compras directas de un club de lectores, o así. En esos casos, demás está decirlo, no se aplica el PVP calculado, sino uno menor. De alguna manera, el negocio entre las editoriales y el Plan Ceibal tendría que haber caído en esta categoría y los autores deberían haber cobrado un 50%. Pero no fue así.

¿Por qué? Fácil: porque se coló la palabra digital en el medio, y allí todos a temblar.

Bueno, no exactamente todos. Temblaron los editores, temblaron los autores y temblarán los libreros y distribuidores (cuando se enteren del negocio). Pero no tembló el Plan Ceibal, porque ellos sabían muy bien lo que querían, disponían de los recursos para hacer el negocio y se lanzaron a la vanguardia con una idea muy clara: la democratización de la cultura es poner contenidos al alcance de todos. Ya tendremos oportunidad de evaluar cómo funciona esto, pero de momento, la idea es tentadora, loable y legítima. Y los recursos con los que contaba el plan eran suficientes como para ofrecer a las editoriales un contrato suculento: o lo tomas o lo dejas.

No sé exactamente qué problemas tuvieron los editores que no aceptaron el negocio. Pero supongo que el problema estuvo vinculado con cuestiones de no generar antecedentes (nacionales e internacionales) en lo que refiere a la comercialización de libros digitales en el marco de acuerdos con el Estado.

Los autores tuvimos otros problemas. De buenas a primeras nos dimos cuenta de que teníamos contratos absolutamente diferentes y dispares firmados con las editoriales. En algunos casos, los contratos eran muy claros en lo que refiere al porcentaje a percibir sobre la utilidad final. En otros, los contratos eran muy confusos. En estos últimos casos, los confusos, los problemas surgieron a la hora de firmar adendas, donde la estipulación del negocio suponía la comercialización de libros digitales, cosa que, como vimos antes, no era tan así. De todos modos, no tuvimos tiempo de llegar a una posición común, y cada uno terminó negociando según su parecer y por su lado.

Eso sí, todos los que estuvimos dialogando quedamos convencidos de dos cosas: 1) que debíamos ponernos de acuerdo en lo que considerábamos un porcentaje justo a percibir por derechos de autor sobre los libros digitales y 2) que debíamos considerar cómo calcular ese porcentaje a los efectos de negociar luego con las editoriales desde una posición común. La pregunta, de rigor, era: ¿qué porcentaje de regalías le corresponde cobrar a un autor por la venta de ejemplares de libros digitales?

Pregunta cantada, pero sin respuesta a la vista.

Y es que, tal cual parece, nadie, en ninguna parte del mundo (al menos del mundo hispanohablante), sabe cómo se confecciona el escandallo de un libro digital para vender al público. Y nadie, en ninguna parte del mundo tiene el conocimiento necesario para saber cómo puede funcionar el negocio del libro digital (esa experticia que se supone que si tienen los editores cuando se trata de evaluar un proyecto de edición de un libro en papel). En mis investigaciones, lo más cerca que estuve de encontrar un escandallo fue leyendo un artículo de 2009 de José Antonio Millán. Aparentemente, fue el primer intento de hacerlo. Si leen los comentarios al pie de esa entrada se darán cuenta de que quedan muchas respuestas por dar.

Considerando el artículo de Millán y otras lecturas, una propuesta de escandallo para un libro digital se podría estimar de la siguiente manera:

– Edición, diseño, corrección y maquetación: 5%

– Marketing: 2,5%

– Distribuidor y librero (pasa ser una cadena de venta digital): 42,5%

– Derechos de autor: 25%

– Editorial: 25%

Como vemos, lo único certero aquí es que desaparece el rubro de Imprenta y Encuadernación. Poco sabemos sobre los costos de diseño y maquetación tecnológica, poco sabemos sobre cómo operar el marketing en este negocio, poco sabemos sobre las imposiciones (de acuerdo con sus costos) de los distribuidores-libreros (cadena de venta) del libro digital. En definitiva, que casi todo lo que hace a la comercialización del libro digital es una gran incógnita: ni siquiera han podido ponerse de acuerdo los editores y comerciantes en un formato digital único y estándar y hay que re-editar todo para cada uno de los diferentes cacharros donde se va a leer el libro (Kindle, otros e-reader, tablets, smartphones, PC, etc.).

Y cómo ya decíamos, no se sabe a ciencia cierta cuales son los costos variables a tener en cuenta, porque seguramente los actores informáticos van a jugar su carta para llevar una tajada del negocio, y en algún momento habrá que pagar por las inversiones en investigación, desarrollo, seguridad que el nuevo mundo del libro está imponiendo. Pago que se devengará en costos fijos y no tanto en costos variables, pero que no dejan de pesar: ¿alguien puede decir cuál es a futuro el costo de mantener y actualizar los soportes digitales, calcular la obsolescencia de la oferta actual, etc.? Intuimos que esos costos fijos no serán equivalentes a los costos fijos de mantener un stock de libros en papel, pero ni idea de si puede ser mayor o menor, porque eso dependerá de la fuerza de negociación de los actores informáticos.

Escuchamos por ahí que tal o cual agente firmó contratos para sus autores por el 50%, mientras que otros lo hicieron por el 20 o el 25%. Escuchamos por ahí que Amazon ofrece a algunos autores el 70% (pero sabemos que está haciendo dumping para competir deslealmente contra las editoriales que actualmente son hegemónicas en el negocio del libro). El escandallo antes propuesto parece razonable, pero no sabemos con certeza si lo es o no, si lo será o no en el futuro inmediato. Y en todo caso, podemos pensar que es bien distinto el porcentaje del derecho de autor que vale para un libro nuevo a editarse en formato digital que para un título que ya se impuso (en formato papel) y que ya le dio al editor una buena tajada de negocio (porque no se debe dejar de tener presente que los costos variables se calculan en función de una tirada, y si el libro tuvo varias, algunos de esos costos variables ya no influyen).

En definitiva, lo cierto es que las grandes editoriales y las grandes agencias aún no saben qué hacer con el libro digital. Las editoriales pequeñas avanzan en un terreno nuevo, pero por lo general al margen de consideraciones mercantiles y más inspiradas por su afición a la literatura (motivados por la formación de nuevos catálogos con nuevos autores) o por la afición a las nuevas tecnologías (que permiten una cierta ubicuidad y exploraciones de vanguardia en el manejo de códigos y lenguajes informáticos y también literarios). Muy pocas van haciendo sus consideraciones comerciales, consideraciones que de momento les resultan tan inexorables como a los «peces grandes».

¿Y los autores? En principio, sabemos poco y escuchamos a aquellos investigadores o agentes que nos ofrecen mayor confianza.

Sabemos, por lo pronto, que no es buena cosa regalarle los derechos para la publicación digital a editoriales que aún no saben qué van a hacer en ese terreno, si es que van a hacer algo.

Sabemos que en la actualidad, se va imponiendo en el mercado la idea (un capricho, un antojo) de que el porcentaje para el autor es del 25%. Firmar contratos por ese monto, de momento, no pasa de ser una suerte de pacto de buenas relaciones con el editor, porque a decir verdad, no hay nada racionalmente calculado. No hay medida de nada en la que estén todos de acuerdo, como sí se están, actualmente, en la cifra del 10% de regalías por las ventas del libro en papel según su PVP. Aún no hay una costumbre. No hay una pauta.

Sabemos que, en cierto sentido, todos los participantes de la cadena del libro digital son actores nuevos y están comportándose con el método de ensayo y error. Van probando y viendo quién tiene más poder de negociación. Las editoriales tiene, además, un riesgo directo, y es que desconocen cómo afecta el negocio del título publicado en formato digital al negocio coexistente del mismo título publicado en papel.

Por todo lo expuesto, sabemos que no están dadas las condiciones para un acuerdo de prácticas y de usos. Los grandes jugadores no se pusieron de acuerdo y no saben cómo hacerlo. Algunos de estos bravuconean y hacen pesar su fuerza, pero eso de momento no establece reglas que vayan forjando costumbres con una base de legitimidad sólida. A los editores, por lo demás, algunos abogados comienzan a recomendarles que no contraten en exclusiva los derechos digitales, algo que de momento no saben cómo van a explotar en el futuro, porque si se diera el caso de que empiezan a perjudicar a los autores en los contratos firmados, más temprano que tarde les va a ir muy mal.

Teniendo en cuenta todo lo anterior, y a modo de conclusión, pienso que a la hora de firmar un contrato sobre un título con una editorial (contrato para libro en papel) los autores deben considerar especialmente algunas cosas muy importantes relacionadas con los contratos de derechos digitales:

– el porcentaje sobre el PVP que le toca al autor en libro digital nunca debería ser menor al 25% (aspirar al 30% como óptimo y no bajarse del 50% si la editorial no tiene ninguna experiencia en cuestiones digitales);

– tratar de que la cantidad de años que este vigente el contrato en relación con los derechos digitales no sea mayor de dos años en lo que refiere al libro digital, cuestión de dejar librado ese derecho si fuera el caso que en ese lapso el editor no va a publicar digitalmente el libro que estamos ofreciendo en papel;

– buscar que quede planteada la exclusividad territorial, esto es, limitar al territorio del país el derecho digital, pues si es el caso que en otro país avanza mucho mejor el mercado del libro digital sería mejor no quedar atados por contrato a no poder comercializar allí nuestro libro;

– por más que en el contrato para el título en papel se hable de libro digital, en los casos en que el negocio no comprende por parte del editor ninguna operación que agregue valor editorial al libro (como fue el caso con el negocio entre el Plan Ceibal y las editoriales) no aceptar otra cosa que no sea el 50% de la utilidad resultante.

Quizás los autores que nos hemos volcado profesionalmente a la escritura de libros no vayamos a enriquecernos en el nuevo mundo del libro que está naciendo, quizás sigamos siendo tan pobres como ahora, pero al menos, ya es hora de no pasar por «boludos».

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Agradecimientos:

– Le debo el lema que da título a esta nota a una apreciación de la escritora argentina Laura Escudero: gracias, Laura.

– Me ayudó mucho para ordenar esta nota una conversación que sostuve con Ana Lucía Salgado,  Editora y Agente Literaria.

– Nota posterior: en el escandallo digital, en un primer momento desagregué Distribuidor y Librero y eso se prestó a confusión. Lo corregí ahora y junté ambas funciones en una misma cadena digital de ventas.

Virginia Brown: contar como jugar y reír

Princesas había muchas, mas nunca lograba asegurarse de que lo fueran de veras; cada vez encontraba algo que le parecía sospechoso.
Hans Christian Andersen, La princesa del guisante

En la escala jerárquica de la nobleza monárquica no se admite la imitación. El rey es uno y su descendencia debe asegurarse como parte del original: de ahí la búsqueda de una princesa que no deje lugar a dudas. Esa rigidez se extiende a todo lo que refiere al poder monárquico, que en su momento supo ser poder absoluto. Esa rigidez está en la base de los rituales regios, de los protocolos, de la severidad con la que se revestía el poder cuando era uno e indivisible. Entonces, el poder del rey era inimitable, salvo como burla: de la distancia entre el original y su copia nace la risa. La escritora uruguaya Virginia Brown lo sabe.

Intentaré hacer un repaso de su labor como escritora, concentrándome en alguno de sus libros, que hasta el momento, en lo que refiere a su obra para niños, se basan en cuentos breves dirigidos a los primeros lectores, los más pequeños. Empiezo con el libro Muchas princesas, por entender que allí se puede ver cómo trabaja Brown ese juego de contar, o ese cuento de jugar y reír.

Muchas princesas de Virginia Brown

Muchas princesas, de Virginia Brown, ilustrado por Mauricio Marra.

En cada página frontal de este libro, de modo disimulado, como por fuera de la escena, aparece un personaje, un sapo coronado, que va presentando a las distintas princesas del cuento a partir de sus características más destacadas. Las princesas se corresponden con personajes de cuentos tradicionales. Así empezamos con la princesa del cuento La sirenita de Hans Christian Andersen, sigue luego la referencia a Las doce princesas bailarinas de los hermanos Grimm, La princesa y el guisante, también de Andersen, La bella durmiente en versión de Perrault o de los hermanos Grimm, La Blancanieves, de los hermanos Grimm, y otras princesas que, sin corresponder a un cuento específico, bien pueden pertenecer a cualquier cuento de hadas.

Interior de Muchas princesas (pagina frontal).

Relatado en verso, como si fuera el recitado del sapo, en la página frontal se enseñan las características de la princesa. El recitado culmina con unos puntos suspensivos que nos invitan a dar vuelta la página. Al proceder así, encontramos un calificativo terminado en ada/ado, que nos devela una característica de la princesa que no es la tradicionalmente esper(h)ada.

Y es que para la autora, casi que por regla, se trata, siempre, de llegar a una conclusión irreverente respecto de la princesa tradicional. En este sentido, Virginia Brown pone en juego un mecanismo literario que trasciende desde el texto que leemos a otro texto clásico en el cual está inspirado el primero. El texto que finalmente nos queda servido es una versión transformada y, casi que naturalmente, es una versión transformada en un cuento de humor, en un texto lúdico; vale decir, un texto que juega mientras uno lo lee o que se lee como un juego de irreverente resultado, una parodia, una imitación, con gracia y sorpresa incluida.

Interior de Muchas princesas

Muchas princesas (reverso de la página ).

Seguramente, el humor de Virginia Brown hace honor a su ascendencia inglesa. Lugar común, o mito, se identifica al humor inglés con ese tipo de humor basado en la ironía: refinado en sus modos, con un cuidado uso del lenguaje, que no desconoce las normas culturales y que, por eso mismo, puede ser más aguzado que la charada fácil o la broma burda. Porque sabe todos los cuentos de princesas, puede imitarlos, pero siempre forzando esa distancia en la cual se inserta la risa. Y es que, después de tantas princesas, después de que sabemos que lo absoluto del poder ya no puede encarnar en un solo héroe: ¿cómo podría contarse hoy una historia original que recupere aquella imaginería? La apuesta por el humor y la ironía es un acierto aquí.

Hay una hormiga en el baño

Hay una hormiga en el baño, de Virginia Brown con ilustraciones de Perica.

Ese humor está presente en los otros libros de la autora que consultamos para esta nota. Ya sea que ponga en juego el mecanismo retórico de la transtextualidad, como es el caso en el libro Cuando el temible tigre, donde la referencia a la Caperucita Roja es patente, o que no lo haga, y deje correr una historia sencilla, basada en algo cotidiano, como es la lucha de una madre para que su hija tome el baño del día, tal como se nos cuenta en Hay una hormiga en el baño: Brown echa mano al humor y al juego, y sus textos no dejan de hacer piruetas y bufas mientras son leídos.

Cuando el temible tigre

Cuando el temible tigre, de Virginia Brown con ilustraciones de Matías Acosta.

Y los juegos con el lenguaje, con sus dobles sentidos, como puede ser el caso de la palabra «rico», que alude a una condición económica o al sabor de una comida, no son ajenos también a la sorpresa que depara el relato, como en el caso de Así reinaba el rey reinante,  donde una vez más, la transtextualidad apuesta a la parodia y juega con las tradicionales aventuras y desventuras de un rey que desea ser «el hombre más rico del mundo».

Así reinaba el rey reinante

Así reinaba el rey reinante, de Virginia Brown con ilustraciones de Valentina Echeverría.

En todos los libros se cuida de manera muy especial la ilustración. En el caso de Hay una hormiga en el baño, por ejemplo, las ilustraciones de Perica encierran el juego de descubrir dónde está escondido en cada caso uno de los animales que, imaginados por la niña o no, vienen a interrumpir la entrada bajo la ducha. En el caso de Cuando el temible tigre, las ilustraciones de Matías Acosta apuestan a un juego de suspenso que solo podrá desbaratarse al final. Y un lugar destacadísimo tiene el trabajo de Valentina Echeverría en la ilustración del cuento Así reinaba el rey reinante, donde la interacción entre la ilustración y el relato funciona como un mecanismo de relojería.

Dijimos que Virginia Brown es una autora que viene publicando cuentos para primeros lectores a un ritmo sostenido (acaba de publicarse, en este 2012, el libro Una tarde de verano el elefante en la colección Contámelo otra vez, de la editorial Alfaguara, donde reincide en la dupla con Valentina Echeverría), no obstante su afición a este género, y a esta altura casi que su especialización en él, me consta que Virginia Brown está por publicar una novela para lectores más entrenados, niños a partir de 8 o 9 años, donde vuelve a apostar a su virtuosismo: contar una historia como jugar y reír; y me consta que eso le sale muy bien también en el relato largo. Sus primeros lectores ya pueden ponerse a esperar esa publicación.

Libros de Virginia Brown revisados para esta nota:

Muchas princesas
Ed. Alfaguara Infantil (Colección Contámelo otra vez)
Montevideo, 2007
Ilustraciones de Mauricio Marra


Hay una hormiga en el baño
Ed. SM (Colección Los piratas de El barco de vapor)
Buenos Aires, 2009
Ilustraciones de Perica


Así reinaba el rey reinante
Ed. Alfaguara Infantil (Colección Contámelo otra vez)
Montevideo, 2010
Ilustraciones de Valentina Echeverría


Cuando el temible tigre
Ediciones de la Banda Oriental (Colección ¡A volar! Libros de La mochila)
Montevideo, 2011
Ilustraciones de Matías Acosta

Suerte de colibrí

Hace unos meses, cuando estaba cuidando a un colibrí que encontramos en el jardín de casa, una persona me escribió, con cierta molestia, porque suponía que yo estaba haciendo uso del pobre animalito nada más que para escribir una historia.

Me reprochaba que yo hubiera calculado o supuesto “que el colibrí es un buen material para mantener a tu público interesado y quizás para una novela o un cuento”. Esta persona pretendía que yo cuidara al colibrí por el colibrí mismo, sin ningún otro fin que su cuidado. No sé hasta dónde eso puede haber sido así, pero que lo cuidé, lo cuidé; hasta donde pude.

De todos modos, ya en aquel momento, cuando el colibrí todavía vivía bajo mis cuidados, le respondí lo siguiente a mi interlocutor:

Lo he dicho varias veces: no me interesa tener al colibrí como mascota. Me gustaría que se recupere y que vuele (me temo que tiene un ala, la izquierda, lastimada). Si se recupera y vuela y se va, será mi alegría. En cuanto a tomar la experiencia del colibrí como material para una novela, te explico: todo, absolutamente todo lo que le sucede a un escritor, a la postre, filtros mediante, se traduce en escritura. No veas en ello nada malo.

A la postre, yo estaba en lo cierto. El colibrí nunca logró volar, pero la novela “Suerte de colibrí” entró a imprenta en estos días. Si todo va bien, en diciembre la tendremos en las librerías. Los filtros entre la historia real y la historia ficticia fueron muchos, pero sin aquella experiencia personal nunca hubiera escrito esta historia: eso es seguro.

Tapa de la novela Suerte de colibrí

Novela para niños y jóvenes. Edita Edelvives Argentina. La ilustración de portada y las de interiores son de Gustavo Aimar.

Ampliaremos información.

Para sacarle jugo: colección de poesía de Mágicas Naranjas Ediciones

Hace unos días, en una entrevista que le hicieron, el escritor argentino Eduardo Abel Gimenez decía algo que me dio que pensar:

Este año me sentí muy identificado y me cambió la vida escuchar a María Teresa  Andruetto, que ganó el Premio Andersen, en un homenaje que se le hizo en la Feria del Libro para grandes… dijo algo que ya había escrito: “No escribimos para chicos”,  lo dijo así, en primera persona plural, “No escribimos para chicos, escribimos para los mediadores. Los que tienen contacto con los chicos y eligen qué darles de leer”. Eso me cambió la vida. Es responsabilidad del mediador encontrar el chico para el cual vaya bien el libro que acabo de escribir.

En esa dirección, considero que el primer mediador es siempre el editor. Al elegir el texto, al pensar la forma del libro, al diseñar la gráfica o al seleccionar un tipo de ilustración ya se están dando los primeros pasos en la dirección del lector.

La colección “Libros para pequeños o grandes lectores de poesía” de Mágicas Naranjas Ediciones está diseñada para mediar entre la poesía de autores con una reconocida trayectoria como poetas y un lector niño (sin que esta última categoría excluya a los jóvenes o adultos). La coordinadora de la colección, Hilda Fernández Oreiro, lo explica en la contratapa de los libros:

Con mirada curiosa y renovada, nos asomamos a las obras de grandes poetas y descubrimos algunas perlas preciosas que, sin necesidad de traducción, queremos acercarles a los más chicos. Textos sin edad, bellos, sonoros, luminosos.

Porque poesía e infancia habitan un mismo territorio, queremos recrear ese universo mágico y lúdico, donde las palabras se encuentran con las imágenes y los nuevos lectores con los grandes poetas.

La colección se lanzó en 2011 con tres títulos:

  • Variaciones de la luz, de Diana Bellessi, con ilustraciones de Pablo Ramirez Arnol.
  • Cartas para que la alegría, de Arnaldo Calveyra, con ilustraciones de Martina Fraguela.
  • Azar y necesidad del benteveo, de Alicia Genovese, con ilustraciones de Martín Mykietiw.
Colección de Poesía de Mágicas Naranjas Ediciones

Los cinco títulos de la colección de poesía de Mágicas Naranjas Ediciones

El impacto de la propuesta fue casi inmediato y la colección obtuvo el premio de los Destacados de ALIJA 2011 en la categoría Colección. En este 2012 la editorial incorporó dos títulos más:

  • Música amable al fin, de Irene Gruss, con ilustraciones de Cecilia Afonso Esteves.
  • Peras, de María Teresa Andruetto, con ilustraciones de Florencia Tabbita.

En su formato, los libros se corresponden con el modelo de un álbum. Integran un poema en cada título. En todos los casos, se le pide al autor del poema que escriba un breve texto, a manera de prólogo dirigido a los niños. Inmediatamente, los libros disponen los versos del poema a razón de uno o dos por cada doble página, integrando el texto de forma dinámica con la ilustración.

que el bicherío inunde todo de música amable al fin

Interior del libro «Música amable al fin», de Irene Gruss. La ilustración es de Cecilia Afonso Esteves.

Al final de cada libro, con un par de notas biográficas se presenta al poeta y al ilustrador. Por último, los editores tiene el cuidado de publicar el poema entero con su referencia a la edición original del libro al que pertenece.

Pienso que esta colección es un bello ejemplo de como hacer un esfuerzo por acercar la poesía a los niños. La editorial dio el primer paso. Ahora hay que seguirle el tranco, exprimidor en mano.

Me importa un “culo” (autocensura en la literatura para niños)

Escribí una novela donde el narrador, que además es el personaje central, es un niño, cuya edad podría estar entre los nueve y los once años. Escrita en primera persona, la novela refiere una experiencia de la infancia del personaje. En una parte de la novela, el niño se pregunta: “¿Por qué habría de molestar a alguien que yo me rasque el trasero?”

Es una pregunta inocente. No obstante, desató varias cuestiones que en principio yo no había tenido en cuenta.

Le di el manuscrito de la novela a una amiga para que lo leyera y lo comentara. Entre unas cuantas observaciones, comentarios y sugerencias de corrección, ella, una mujer muy entrenada, una experta, digamos, en asuntos de literatura para niños, me comentó que la palabra “trasero” estaba fuera del registro de la voz narrativa. Ella me decía que un niño de esa edad no dice trasero, dice “culo”. Y casi que de manera premonitoria agregó: “Si dice culo, escribí culo, y de última que te lo rebote un editor”. Luego, como al pasar, me indicaba que allí, seguramente, estaba operando una autocensura de mi parte al escribir.

Cierto. Mi abuela era maestra y directora de escuela. Creo que nunca la escuché decir una “mala palabra”. Y a menudo, ella, así como mi madre, me reprendía si utilizaba “palabras soeces”. No soy de decir ni de escribir en ese registro, y seguramente no me costó mucho escribir “trasero” allí donde un niño, como es mi personaje, hubiera dicho “culo”.

Autocensura o no, lo cierto es que acepté la sugerencia de mi amiga y corregí el borrador poniendo un “culo” donde había puesto un “trasero”.

Mandé el borrador de la novela a una editorial. Aceptaron publicarla, pero en la editorial me hicieron una observación. Una sola. Una “observación menor”, me dijeron, “pero muy importante”. La observación era sobre la palabra “culo”.

Muy amablemente, me explicaron que esa palabra está vedada en las escuelas y que las maestras no aceptarían la novela, pura y exclusivamente, por el uso de esa expresión. Si un libro de literatura para niños no logra entrar en las escuelas, el libro no funciona comercialmente. La editorial, demás está decirlo, no va a poner en riesgo la inversión que implica publicar un libro por el simple hecho de que un niño que narra utilice la expresión “rascarse el culo”. Quita de ahí esos dedos y que el personaje se rasque otra cosa: la cola, el traste, el trasero, las nalgas… pero el culo no.

Culis Monumentalibus

“Culis Monumentalibus”, escultura de Eduardo Úrculo, ubicada en frente del teatro Campoamor de Oviedo, Asturias, España.

Entiendo perfectamente la posición de la editorial, y no me cuesta nada cambiar esa expresión, que no modificará en un ápice el desarrollo de la historia ni el carácter del personaje. A lo sumo, el cambio de palabras dejará ver un problema del registro expresivo en la escritura o, en su defecto, para que ese problema de registro no exista, me obligará a utilizar una expresión que, rodeos mediante, sugiera, pero no lo diga de manera explícita, que el niño se rasca el “culo” y no otra cosa, y que sea el lector niño el que ponga la palabra correspondiente allí. Ningún problema.

Y sin embargo, pienso en por qué una palabra como “culo”, que es exacta en su carácter de referente (recuérdese que los seres humanos no tenemos cola, tenemos culo), no pueda ser incorporada normalmente al habla escolar.

Los problemas de lenguaje entre los niños de las escuelas no pasan por el uso de “malas palabras”, sino por el mal uso del lenguaje en general, o más precisamente, por su escaso uso. La pobreza lingüística es uno de los mayores problemas que tienen los escolares y que los maestros deben atender especialmente. Se estima que cuando un niño termina la escuela, en su vida cotidiana, usa unas 300 palabras para hablar. A menudo, esos niños se refieren al “coso de los cositos” cuando tienen que explicar que el “teclado” de sus computadoras, por a o por be, no está escribiendo la palabra que quieren digitar, y que no se acuerdan muy bien cuál era.

El idioma español cuenta con cerca de 300.000 palabras, Cervantes usó unas 8.000 en su obra. Usar solo 300 palabras da cuenta de un lenguaje indigente, pero aún peor, también da cuenta de un pensamiento pobre.

Que esos niños digan “culo” o que utilicen otras expresiones soeces no les hará ni mal ni bien. Y casi seguro, el uso de una expresión como “culo” les facilitará acercarse lingüísticamente a una lectura que tiene otras complejidades en el uso del idioma y que los enriquecerá al acceder a ella. O sea, sería mejor que los niños lectores encuentren en lo que leen expresiones que ellos utilizan todos los días, porque eso les facilitará una empatía con la voz del narrador; empatía que los ayudará a acompañar a ese personaje en el transcurso de toda la novela que están leyendo. Y si leen toda una novela, seguramente se familiarizarán con algunas palabras más de las 300 que usan en su vida cotidiana para enfrentar, como Leónidas, el acoso de la barbarie.

Los maestros y las maestras deberían poder entender eso y no andarse con remilgos a la hora de mediar entre un libro y un lector. Pero mientras eso no sea así, los escritores y los editores nos cuidaremos muy bien de no poner en nuestros libros palabras como “culo”, “pija”, “concha”, etcétera, porque no vamos a sacrificar nuestro trabajo por una simple palabra que puede sustituirse por otra expresión más sugerente incluso.

Así y todo, a mí me importa un «culo», tanto como cualquier otra de las palabras que uso al escribir. Y ahora me voy a cumplir mi penitencia:

No debo escribir la palabra culo en libros para niños.

No debo escribir la palabra culo en libros para niños.

No debo escribir la palabra culo en libros para niños.

No debo escribir la palabra culo en libros para niños.

No debo escribir la palabra culo en libros para niños.

No debo escribir la palabra culo…