Máximo: Los héroes desde el estiércol

Máximo es la tercera novela del poeta, narrador y crítico, Álvaro Ojeda, quien viene a confirmar, con esta obra, que es uno de los narradores de mayor espesor literario que ha surgido en Uruguay en la primera década del siglo. Si El hijo de la pluma (2004) nos lo había presentado dando un salto desde la poesía a la novela, y si La fascinación (2008) lo había puesto en un lugar destacado a partir de su rigor a la hora de encarar uno de los fenómenos sociales más desagradables de nuestra «sociedad de las comunicaciones», la actual novela, Máximo, lo eleva a ese plano de la literatura en el cual la conquista de una voz propia es a sus vez la conquista de un mundo personalísimo; un mundo desde el cual la narrativa se expande y engloba el imaginario de una época.

El miércoles 28 de julio participé de la presentación de esta novela, en la Librería El Virrey,  compartiendo la mesa con Raquel Diana y Guillermo Álvarez Castro, además del autor. Para la oportunidad escribí un texto que, con algunos arreglos, transcribo a continuación.

Las voces del desagravio

Esta novela narra la vida de un personaje, Máximo. Pero además, esta novela entabla una conversación con nosotros, lectores, herederos de tradiciones que, nos agraden o no, siempre están ahí, como rondándonos: las tradiciones devenidas de la emigración campo-ciudad de nuestros ancestros; las tradiciones devenidas del pasaje desde las periferias (las muchas periferias) al centro; en fin, las tradiciones propias de seres humanos que de una u otra forma buscaron una movilidad social ascendente, fuera por deseo, por búsqueda de libertad o por la mera necesidad de escapar de las distintas formas del agravio moral.

Quizás esa sensación, la de que la novela nos habla, no es causada sólo por el asunto narrado, sino, básicamente, por el modo en que se lo narra, donde la segunda persona, con la que se inicia el relato y con la que en varios momentos la narración se reafirma en sus giros, facilita una intimidad conversacional entre la obra y su lector, más allá de la ambigüedad que el uso de esa segunda persona pueda revestir siempre en cualquier escritura.

Leamos la primer página de la novela:

Frágil, demasiado frágil, Roberto Ray no te acompañará en tu nueva morada. Un cantor delicado, el cantor de Osvaldo Fresedo. Una voz para hablar al oído, no para andar tropeando caballos en pleno junio, cuando la escarcha resiste con la paciencia de una hilera de hormigas que cargan con su mochila de palitos verdes y hojas arrugadas.

Roberto Ray no era hombre de largas, vacías, oscuras horas de sol sin brillo y nubarrones morados como penas que tardan en irse, si es que alguna vez se van.

No se puede sostener el rastro invisible del camino cuando un cantor tan frágil le disputa una lonja al silencio, porque el silencio es anterior a todo y el cantor, entonces, qué puede hacer, la voz qué puede hacer, salvo mascar y mascar infancia, juventud, madre perdida, padre muerto, hasta la hora del ocaso, hasta que hundida en el pecho del tropero, se haga soliloquio de gente impasible, de espeso dolor y callada silueta. Entonces se grita, no se afina como afinaba Roberto Ray.

Roberto Ray no te acompañará en tu nueva morada, pese a los esfuerzos de tu hijo y del hijo de tu hijo.

Una parte de aquella máquina de servir se ha perdido en la carcoma de la acumulación, entre otros hombres que pasaron, y el detalle de esa vida se ha borrado como una referencia sin sentido. Como una calamidad que tuvo imprudente hacedor y desalmado final.

¿No es verdad, abuelo?

(CAPÍTULO I, página 11)

Pienso que en esta primera página quedan planteados los mayores desafíos que el escritor se ha propuesto para que el narrador de la historia acometa esta fábula.

  • ¿Cuál voz es la más apropiada para narrar la vida de Máximo, el personaje del cual se contará una historia (dicho aquí con minúscula): una biografía que, como todas y como ninguna, es “un rastro invisible en el camino”?

  • ¿Qué fuerza, o qué capacidad tendrá la voz, sea cual sea, para intentar recuperar ese trayecto vital: linaje, infancia, juventud, ocaso, muerte, allí donde el relato amenaza con ser el eco de un soliloquio de gente indiferente, donde no hay interlocutor ni documento que pueda verificar ni desmentir, allí donde el dolor se adivina espeso, y los perfiles vitales no están claramente iluminados?

  • ¿Y qué voz, en qué contexto de habla o escritura, puede llegar a redimir la vida de gentes a las que la Historia (ahora dicho con una mayúscula progresiva) parece haber condenado al olvido, al silencio de una otredad vacía, al borrón y cuenta nueva, a la marginalidad, a la calamidad; la vida de gentes que son gauchos pobres, cuarteadores sucios, chinas feas, cantores de pulperías, actores de circos criollos, timberos de mala suerte? ¿Pueden estos personajes revestir algún tipo de heroicidad? Y si pueden, ¿qué voz será la que habrá de cantarla y contarla?

Al final de esa página, la pregunta con vocativo incluido, “¿No es verdad, abuelo?”, podría dar una clave. ¿Qué tenemos ahí? Un nieto que dialoga con su abuelo. Eso parece. He ahí la voz del narrador, entonces: la voz del nieto. Y he ahí la silueta de la segunda persona destinataria, la figura del abuelo paterno.

Sin embargo, antes de terminar el primer capítulo, veremos que esa voz pasa de manera muy sutil a ocupar el puesto de un narrador cuasi omnisciente (utilizando la tercera persona), o al puesto de una primera persona, un “yo”, que dice al final del primer capítulo: “al otoño se fue mi abuelo con el alma sola y el miedo encima”.

Así, la segunda persona se nos pierde, se volatiliza. Y entonces, la voz que narra: ¿es una voz reflexiva que habla consigo misma? ¿o es una voz que a pesar de los vocativos explícitos sólo apela a los lectores, a nosotros, como si de algún modo nos convirtiera en confidentes de esta narración, porque entiende que, nos guste o no, también somos parte de esta historia?

Linaje y fantasmagoría

Así avanzará este relato, oscilando entre esas distintas perspectivas narrativas con una ambigüedad precisa (permítaseme el oximorón, que es muy apropiado para el caso). Ambigüedad que incluso se hará más inquietante cuando nos enteremos que la vida de Máximo, que aquí se narra, es la vida de Máximo Ojeda, abuelo del autor, Álvaro Ojeda, que, con extremo cuidado y con una magistral precisión, sabrá desdoblarse en la figura del narrador-nieto:

  • el nieto que puede ser un niño de siete años que asiste, como depositario elegido, a los relatos autobiográficos de su abuelo;

  • el nieto que puede ser un adolescente que pretende confirmar en una conversación con su abuela las historias narradas por el marido difunto;

  • incluso el nieto, que puede ser un escritor maduro, el cual, luego de muchos años, se ve impelido a recuperar en ese arcano fantasmagórico que es la memoria, en ese baúl de la imaginación que es la evocación del recuerdo, los elementos fundamentales que le puedan devolver, negro sobre blanco, en el papel, en la escritura, un hilo discursivo que intenta salvar ese fragmento particular de una historia familiar, que también puede ser la minúscula puerta por la cual se nos devuelva un curso general de la historia nacional y, ¿por qué no?: de la «historia universal» (si se me permite usar este anacronismo políticamente incorrecto).

Efectivamente, esta novela puede leerse de distintos modos. Se la puede asimilar como una obra biográfica, propia del historiador, pero a condición de asumir que se está abordando una fantasmagoría, en el sentido de la construcción de un imaginario.

Sí. Máximo es un fantasma con el cual dialoga la ficción, pero no un fantasma en el sentido de la superstición, la magia, el sueño alucinado que molesta a la razón y al conocimiento, sino, por el contrario, en el sentido del saber que nos da la imaginación.

Ya Aristóteles, en su De Anima, había puesto en relación esta acepción de la palabra «fantasma», diciendo que: «…como la vista es el sentido por excelencia, la palabra «imaginación» (phantasia) deriva de la palabra «luz» (pháos) puesto que no es posible ver sin luz«.

El lector atento tomará nota del papel que juega la luz en la escritura de esta novela (el crítico, llegado el caso, tomará nota del papel que juega la luz en toda la escritura de Ojeda, que no en balde tituló uno de sus libros de poesía: Luz de cualquiera de los doce meses):

Me llevó una mañana escasa, escasísima, de domingo, recorrer junto a mi abuelo el singular escenario de su vida. Yo tenía por entonces siete años, una historia vacilante y diminuta y una paciencia inmensa para escuchar a Máximo mientras iba y venía, una y otra vez, por senderos que habían sido la verdad y que súbitamente dejarían de serla. Cosas caídas como al descuido, que me permitieron entender que yo era fruto de una casualidad absoluta. Cosas elusivas, que mantienen una proporcionalidad arbitraria, una razón de espejos entre lo que sentía y lo que aprendí a entender. “La verdad trepa”, decía mi abuelo, “la luz existe”, agregaba.

(CAPÍTULO XX, página 93)

Pero además, esta novela se puede leer como una ficción en la cual el suspenso sostiene permanentemente el hilo del relato. ¿Puede haber un relato que mejor sostenga el suspenso que aquel que se sustenta en la anécdota de una apuesta, o en la de un duelo, entre dos personajes? Eso también está en la novela, presentado de un modo más que ameno, allí cuando Máximo se vate a duelo en una payada repentista, y se posterga el desenlace de la payada de un capítulo a otro en razón del relato que el abuelo va haciendo a su nieto sobre un viejo amor, sobre un amor perdido, un amor también suspendido de la interrogación que se posterga hasta el final.

El estiércol de los héroes: indagatorias sobre la subjetividad

La historia de Máximo, en definitiva, más allá de la historia de un hombre que en las guerras civiles de principios del Siglo XX pierde a sus padres, se separa de sus hermanos, queda huérfano, persigue un amor imposible, es perseguido por un amor imposible, es expulsado del campo, se exilia en la ciudad donde debe buscarse la vida como cualquiera, juega pelota vasca por dinero hasta que le falla su cuerpo, se reencuentra con sus hermanos cuando adulto, tiene una esposa y una familia para la cual debe trabajar, y tiene un nieto al que traspasa una herencia inmaterial… La historia de Máximo, decía, más allá de esos episodios, es narrada aquí como la indagatoria por la posibilidad del héroe en el presente: ¿qué héroe, qué tipo de héroe, necesitamos en nuestro tiempo, ya no sólo los escritores o los lectores, sino los sujetos que padecemos una historia siempre a punto de desvanecerse en la insignificancia y el anonimato, la carencia de nombre, la carencia de sustantividad, la banalidad que tiende al absoluto?

Los héroes, ya se sabe, tienen un momento en que se reconocen destinados a una suerte atroz, a una inclemencia desesperada que los hace héroes pero también polvo, estiércol, basura del planeta barrida por la indiferencia.

La sutil carcoma de la indiferencia.

Eso le pasó por la mente y por los ojos a mi abuelo Máximo aquella tarde de sábado, mientras se afanaba en resolver su fisonomía ante sí mismo. Mientras pretendía salvar un trozo de carbón desde donde el diamante naciera fecundo, mágico, ilusorio.

(CAPÍTULO XXXIII, página 146)

¿Posibilidad del héroe? Quizás sea más apropiado decir que Máximo, en su proceso de construcción ficcional y fantasmática, es la interrogación sobre la posibilidad del sujeto, la posibilidad de la subjetividad, la posibilidad de la creación de una subjetividad ética en el presente.

Máximo, y ahora hablo de la novela, es la recuperación de la memoria del ancestro por parte de su descendencia a través de la escritura. Y el punto al cual se dirige esa recuperación en su vuelta al pasado es a su vez la revisión del presente a la luz de una verdad elusiva: ese punto en el cual los proyectos sociales están agotados, y los sujetos que intentan formularlos, a lo más, son sujetos inestables, escurridizos, en transición. ¿Será también el punto en el cual necesariamente habrá de asentarse cualquier posibilidad de porvenir?

Y en esa mañana nos instalamos con mi abuelo Máximo para deshilachar los huecos de un relato que años después completé y entendí, como se entiende una caricia o una mentira. Miré sus ojos, que ya no estaban allí pero que, sin embargo, seguían conmigo. Ah, la conquista de la desgracia, pienso ahora, es una prueba feroz. Consiste en hacerse tan humilde como culpable se pueda y, sin remilgos, hundirse entre la mierda que nos tocó en suerte. De ese estercolero salen los héroes, de ese mundo de muertos, de esa proclama taimada que es la verdad. Yo no lo sabía entonces y tampoco estoy seguro de saberlo ahora, pero no hay reposo para el héroe.

Mi abuelo bogaba en su memoria y con aquella modesta embarcación llenó mi futuro de relatos, lo que quiere decir que me hizo vivir por segunda vez.”

(CAPÍTULO XXXII, página 141)

Máximo representa la ilusión de un sujeto que no deja ver fácilmente su derrota histórica, porque su historia no puede entrar en el presente (nunca pudo), salvo por la puerta de la literatura, o mejor dicho, en los términos de Ojeda, el escritor, por el «zurcido» de la literatura.

Máximo, así construido, así imaginado, es el héroe que nos posibilita y nos obliga a entender:

…que un hombre carece de sentido si no se incorpora a un camino, a un camino cualquiera, así sea angosto, amplio, soleado, neblinoso, un camino que le dé linaje y destino, una silueta al menos, una brizna de dignidad, una sustancia inalterable como el cielo, fugaz como el cielo, firme y grácil, contradictoria, trabajosa, maleable, una identidad en curso.

(CAPÍTULO XXXVII, página 163)

En fin, lo que decía: sujetos inestables, escurridizos, en transición. Sujetos «en curso», exiliados de sí. Sujetos que, para la literatura de Ojeda, son los que ofrecen una hebra desde la cual se puede ir jalando para asir el hilo de una dignidad que el presente, la indiferencia del presente, nos arrebata a cada instante. Débil hebra. Suave convicción, esa que, a partir del relato, nos asegura que:

Las cosas son así, hay otra instancia después de la destrucción y es todo lo que se necesita saber.

(CAPÍTULO X, página 51)

Montevideo, 28 de julio de 2010.

Junto a Álvaro Ojeda en El Virrey, miércoles 28 de julio de 2010 (fotografía de Víctor Cunha)


Notas sobre la cuestión del libro-álbum (2)

Dice María Teresa Andruetto, reseñando el libro «Como agua» de Eduardo Abel GimenezCecilia Afonso Esteves (Buenos Aires, Ediciones del Eclipse, 2009. Colección Libros-álbum del Eclipse):

No se aclara en portada ni en portadilla a quién pertenecen los textos y a quién las ilustraciones, aunque podamos suponer, por sus recorridos anteriores y por unas líneas de paratexto, que las palabras pertenecen a Eduardo Abel Gimenez y las imágenes a Cecilia Afonso Esteves. Pero acaso supongamos mal, porque si algo distingue a como agua y lo convierte en un libro especial es la armonía entre los textos, las imágenes y el diseño, de modo que es probable que todos esos lenguajes hayan sido trabajados conjuntamente por los autores, en verdadera sintonía con la concepción de libro-álbum.

Es un campo inasible la poesía, algo difícil de encontrar en un libro destinado a ¿lectores niños?, más difícil todavía crearla entre dos, hasta no poder discernir si las palabras fueron a alimentar las imágenes o si fueron las imágenes las que les dieron espíritu a las palabras. Sin embargo, todo en este libro ha sido aprovechado poéticamente, los textos, las ilustraciones, las llamadas al pie, las citas y dedicatorias, las definiciones finales, los títulos o nudos consignados en la base de las páginas, por donde se abren paso múltiples sentidos, escurridizos como el agua, y luego se remansan y abren otra vez en un movimiento que conduce a nuevas imágenes y a preguntas nuevas.

Página interior de "Como agua"

Presentación de Calibroscopio en la Feria LIJ de Buenos Aires

Este viernes, 23 de julio, en la Feria del Libro Infantil y Juvenil de Buenos Aires, Calibroscopio presenta sus libros del 2010, y también los del 2009, que no habían sido presentados el año anterior porque la Feria se había suspendido por causa de la Gripe A (a propósito: ¿alguien se acuerda de la Gripe A?).

Los libros que se presentarán son: Haiku, Las doce princesas bailarinas, Quinquela, el pintor de La Boca, Mago Xul, Campeón, Mi lápiz, La melodía misteriosa, 1492, Lo que quiere una mujer y nuestro Ver llover.

Estaremos por allí compartiendo una amena charla y alguna otra ambrosía, tal como promete la invitación:

Están todos invitados

Máximo

Estoy dándole vueltas a la diferencia entre recordar y acordarse, tal como la establece el filósofo Sören Kierkegaard:

Recordar no es en manera alguna idéntico a acordarse. Es así como uno puede muy bien acordarse de un acontecimiento, de punta a punta, sin necesidad de recordarlo. La memoria no desempeña más que un papel despreciable. Cuando se trata de la memoria, el acontecimiento se presenta para recibir la consagración del recuerdo.  («Etapas en el camino de la vida», Traducción de Juana Castro, Santiago Rueda – Editor, Buenos Aires, 1951; p.14)

Esto viene a cuento de la lectura de la novela Máximo, de Álvaro Ojeda, que nos es presentada desde su contraportada del siguiente modo:

Máximo es el hombre que logra encontrarse a sí mismo, porque decide contarle su vida a un nieto que lo escucha asombrado. Viejo y enfermo, revive, recrea, dibuja, una historia de amor, de muerte, de desafíos en el Uruguay del siglo pasado. Cerro Colorado, el cantor Ignacio Corsini, el tango, las luchas civiles se montan a un caballo mágico y se hacen carne en un relato inexactamente verídico, porque la memoria no es crónica, es apenas reconstrucción.

El miércoles 28 de julio será presentada esta novela, tal como lo indica la invitación que acabo de recibir, y que ahora comparto con ustedes:

Invitación a la presentación de Máximo, nueva novela de Álvaro Ojeda

Prometo ampliar información luego de la actividad, pero desde ya voy diciendo que será un gusto compartir esa presentación con Raquel Diana y Guillermo Álvarez Castro, y que la novela de Álvaro Ojeda es admirable.

Definitivamente: recordar no es lo mismo que acordarse. Y unos pocos recuerdos alcanzan para recrear una vida entera. Quizás también para salvarla.

Identidad de ciertas poetas: Amanda Berenguer (1921 – 2010)

Hoy ha muerto la poeta Amanda Berenguer. No creo haberla conocido más allá de su obra. Podría decir ahora que una vez fui a visitarla y que, sin conocerme, abrió la puerta de su casa y me recibió, lo cual confirmaría, para mí, la generosidad y apertura de esa mujer, esa poeta, de la que otros saben mucho más que yo, porque la conocieron mucho mejor.

Pero en su obra, compendiada en el libro “Constelación del Navío (Poesía 1950 – 2002)”, hay muestras de su vida mucho más fehacientes que el torpe testimonio que yo podría dar ahora, arrancado de una breve visita. Muestras, ejemplos, contundentes manifestaciones de la vida de una poeta, una de las mejores poetas de Uruguay.

“Constelación del navío”, publicado en 2002, contiene casi toda su obra (hay dos libros posteriores: “Casas donde viven criaturas del lenguaje”, de 2005, y el recién publicado “La cuidadora del fuego”): una obra extensa y diversa, abierta a la experimentación y recuperadora de las mejores tradiciones poéticas.

Dentro de ese libro, esa Constelación,  hay uno en particular que para mí es de los más bellos de su obra, y es el que -sin terminar de saber muy bien por qué- más me acerca a Amanda: se titula Identidad de ciertas frutas. Un libro sencillo en su superficie, pero con resonancias inmensas.

A partir de las distintas frutas a las que, tiempo atrás, podíamos acceder en estas latitudes (antes de que la globalización nos hiciera llegar los alimentos uniformizados de todo el mundo y en cualquier época del año: sin ton ni son), a partir de esas distintas frutas, digo, la poeta reconstruye un sentido de la identidad y el gusto: la identidad de las frutas y el gusto de las frutas, sí; pero también la identidad de las frutas reconstruida a partir de las palabras que las nombran. Y así, la identidad de la persona que, en el nombrar, como quien saborea la pulpa o el jugo de una fruta, degusta el momento espectral en el que se reconoce a sí mismo, en su lugar y su tiempo, sea como un ser deseante, sea como un sujeto confidente: alguien a quien la naturaleza humanizada le acerca un secreto y que, por ese acto de fe que ofrece la palabra desde su raíz mitológica (casi natural, casi sagrada), se siente con la suficiente fuerza como para interrogar a la verdad y a la belleza, cara a cara, lengua a lengua, palabra a palabra: “¿Hasta dónde llegan juntos el nombre y el fruto?”, se pregunta la poeta a partir de las dos sílabas del maní; y esa es, en definitiva, la gran pregunta: hasta dónde llegarán juntas las palabras y las cosas, lo dicho y lo hecho, lo escrito y lo actuado, lo profesado y la vida, lo silenciado y la muerte. ¿Hasta dónde?

De todas las frutas que identifica Berenguer en ese libro, me quedo aquí, por esta noche, con una de sus manzanas. Para que la poeta no se vaya del todo, para que vuelva, una y otra vez a celebrar su poesía, a abrir las puertas de su hogar, a servir los frutos de sus “secretas alegorías”.

La manzana

Una manzana color manzana

otra manzana sin cáscara

– – – – – – – – – – – color de otra manzana

otra manzana desaparecida

– – – – – – – – – – – saboreada:

de las tres ¿cuál la manzana verdadera?

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Caricatura de Amanda Berenguer por Fermín Hontou (Ombú)