¿Y qué tal si les damos vacaciones? Por ejemplo, que ellos elijan qué leer

Para envidia de mis amigos del sur, aquí acaban de empezar las vacaciones de verano en las escuelas.

Para envidia de mis amigos del norte, sobre todo de niños y niñas, la época de vacaciones de verano, aquí, no está libre de rutinas de aprendizaje y de tareas.

Vengo de estar, recién, en una librería. Una de esas librerías-mezcla-con-papelerías que venden libros de texto.

En una sala había una mesa muy grande llena de un espécimen de libros casi desconocido en el país de donde vengo: los cuadernos de verano, vale decir, libros de tareas para las vacaciones.

Quaderns d'estiu (Cuadernos de verano) P2 (P de parvuls, 2 de la edad), P3, P4 y P5.

Quaderns d’estiu (Cuadernos de verano) P2 (P de parvuls, 2 de la edad), P3, P4 y P5.

Además de esa mesa, los otros estantes de esa zona de la librería estaban llenas de libros por el estilo, para todas las edades, desde primaria hasta secundaria. Libros muy «vistosos», libros al modo de juguetes playeros para niños de 3 años, que incluyen un CD con canciones y cuentos, no sea cosa que tengan que andar buscando los complementos en otro lado.

Un libro, un balde.

Un libro, un balde.

Y para los más grandes, libros con problemas y ejercicios, como para no perder el entrenamiento durante las largas vacaciones de verano.

En estas vacaciones, vamos a tener problemas.

En estas vacaciones, vamos a tener problemas.

Salí de la librería con un regusto amargo.

Tengo para mí, desde mi época escolar, que las lecturas de verano son lecturas que uno elige y realiza en completa libertad. Lecturas recreativas. Lecturas literarias. Un tipo de lecturas para las cuales, durante el año, a menudo nos inventamos una falta de tiempo (por la faena, por los estudios, por la tarea domiciliaria) que nos inhabilita a hacerlas con tranquilidad. Y va a ser que no, que ahora, que aquí, así me lo explican, los centros escolares recomiendan este tipo de libros para que los niños, desde los 2 años hasta los 18, se lleven tarea para las vacaciones. También, así parece, se llevan un listado de libros de literatura (cuentos, novelas) para leer en casa.

A la vista de lo que encontré en la librería, la cosa funciona, y bien. (Al menos, para las editoriales.)

Supongo que alguien habrá inventado ya un indicador y un modo de evaluación sobre los beneficios de hacer este tipo de lectura obligatoria en vacaciones y este tipo de faena escolar de verano. Por mi parte, les confieso que durante mi infancia, salvo un verano aciago que recuerdo con malestar, nunca hice tarea escolar. Y las lecturas de verano, obviamente, eran aquellas que se me cantaba hacer, cuando se me cantaba. No sé si puedo presentar mi caso, y el de todos mis compañeros de clase, como indice de nada. Supongo que no. Pero dudo, y mucho, de que esto que se aplica a los escolares de acá vaya a servir de algo.

Por lo pronto, en otros países del norte se ha estudiado la conveniencia de que los niños elijan sus lecturas de verano, y la cosa resultó en que es mejor eso que la pauta obligatoria. Algo es algo.

Me temo que cada vez más, en el mundo adulto, hay como una obsesión con que los niños, y cuanto antes mejor, dediquen su tiempo en «cuestiones productivas»: estudios, tareas, cursos, talleres… Y cada vez menos se deja en manos del niño la libertad de jugar, a lo que sea, como sea; o la libertad de conversar sin pautas escolares; o la libertad de pensar y asombrarse sin guías prácticas; e incluso la libertad del niño de aburrirse de manera más o menos soberana, que se sabe que es algo muy apropiado para el encuentro con uno mismo (en todas las edades).

Y así y todo, llenos de tareas y actividades, los niños se aburren, y cada vez se les hace más cuesta arriba un asunto tan fácil y tan ligero como elegir un libro, cualquiera, para leer en la sombra, debajo de un árbol o de una sombrilla.

Me gustaría poder seguir diciendo que el verano es el tiempo de la infancia por excelencia. No se lo quiten a los niños, por favor.

Los animales en la literatura para niños nos llevan a los saltos

La presencia de los animales en la literatura (en general) y en la literatura para niños (en particular) tiene una larga tradición. Hay un repertorio popular de animales que protagonizan leyendas, fábulas, parábolas, «cuentos con moraleja», novelas de aventuras… En todos esos géneros y en las más variadas obras, los animales hablan y actúan casi como humanos. Y ese «casi» es particularmente operativo en la literatura para niños, donde los animales suelen ocupar un lugar a medio camino entre los dioses y los seres humanos: posición en la cual, muy a menudo, saben más y mejor que los humanos acerca de la realidad: natural o cultural, física o moral.

Desde los animales del Popol Vuh de los mayas hasta el sudamericano Juan el Zorro (que en Uruguay fue protagonista de narraciones de Paco Espínola y Serafín J. García en distintos períodos: pariente lejano de los zorros europeos de los siglos XII y XIII) pasando por un bestiario antropomórfico de fábula: los animales se supieron ganar la estima de niños y adultos, pues parecían contar con una sabiduría práctica incomparable, ya para el hacer laborioso, ya para el hacer moral.

Así en la saga de las fábulas de Fedro y Esopo, seguidos por La Fontaine y Samaniego, cuya popularidad ha sido permanente e inmensa. Téngase en cuenta que al día de hoy, se siguen editando masivamente esas fábulas como cuentos ilustrados en distintas versiones más o menos actualizadas.

No le hizo mella a lo animalístico el haber recibido a tiempo su crítica ilustrada: también los naturalistas ofrecieron a los niños unos animales tal vez menos humanizados, pero muy capaces de protagonizar narraciones desde su propia condición tras abrir el espectro de la divulgación biológica (o etológica) novelada.

Los románticos, desde otro bando, también hicieron su literatura con animales. Para ellos, el animal revestía la autenticidad que el capitalismo de la primera industrialización amenazaba con arrebatar a los humanos. Instinto versus inteligencia: un tema favorito del romanticismo. A Kipling, luego, le tocó poner en juego toda esa tensión: su Mowgli, ese niño que se debate entre lo salvaje y las fuerzas de lo cultural, fue un pionero quizás invencible al día de hoy en lo que refiere al enfrentamiento de esas pulsiones. Los ingleses y norteamericanos retomarán ese tema una y otra vez: Jack London y Edgard Rice Burrough son dos de los más destacados y que más han perdurado. London, que no escribía para ninguna edad en particular, sin duda se ha ganado un lugar destacado dentro de eso que hoy catalogamos como literatura «para» jóvenes: y es que tiene su pulso.

Y si hablamos de Kipling no podemos dejar de volver a Horacio Quiroga, su confeso seguidor. «Cuentos de la Selva» (1918), «Anaconda» (1921), sus cartas y cuentos para los hijos (1922-1924) donde lo salvaje, protagonizado por animales y seres humanos, no oculta su carácter rudo y horroroso, pero no deja de resultar muy atractivo para niños durante todo un siglo.

Los conejos y los gatos de Lewis Carroll, el burro de Juan Ramón Jiménez, los conejos de Beatrix Potter, los animales en la granja de Orwell, el sapo Saltoncito de Espínola (suplantado luego por el Ruperto, de Roy Berocay), el toro Ferdinand, los ratones de Lionni y de Lobel, la hormiguita viajera de Constancio Vigil, la oruga de Eric Carle, el Snoopy de Schulz, el elefante Elmer de David McKee, el zoo loco de María Elena Walsh, todos los habitantes del monte de Gustavo Roldán, la cerdita Olivia de Falconer, ballenas, tiburones, pájaros… incluso los animales gigantes de los mundos perdidos: unos más, otros menos, todos forman parte del imaginario de la infancia.

Por detrás de la afición del niño por los animales late la tensión entre el interés (y cierto placer) por experimentar el miedo y por dominarlo. Un interés que encuentra en las figuras de animales y monstruos una suerte de estímulo y posibilidad de empoderarse. No debe extrañar que a ciertas edades se prefieran, en los cuentos, animales grandes, y que en otras edades la preferencia sea por los pequeños. Que hoy los salvajes y mañana los domésticos. Que unos más humanos que los humanos y otros más animales que los animales. La variación va al gusto de la propia evolución del niño y de sus estados afectivos.

Si nos ponemos en plan racionalistas, y mal que le pese a la postmodernidad, en la domesticación de los animales por parte de los humanos hubo una línea de evolución antropológica. Domesticar la naturaleza, ordenar los mitos primitivos, pasar de la mitología a la razón, son caminos que recorrió la humanidad y que la infancia, así parece, gusta de recorrer, reproduciendo de este modo los vínculos entre lo filogenético y lo ontogenético. Y así vamos.

Incluso cuando nos dormimos, los animales siguen ahí.

Y a los escritores siempre les vienen muy bien los animales cuando quieren confrontar a los niños con historias y asuntos más o menos escabrosos, más o menos cercanos con una cierta animalidad bondadosa: la de las travesuras sin sentido, la de los juegos sin reglas.

«A los saltos», de Florencia del Campo (cuento) y Natalia Colombo (ilustraciones). Editorial Libre Albedrío, España, 2014.

Por eso, tal vez, cada vez que encuentro un cuento nuevo con un animal como protagonista, pongo especial atención. Sobre todo si el animal no está muy repetido en el bestiario de la LIJ. Me sucedió en estos meses encontrarme con un canguro, de nombre Igo. Es el personaje central del libro «A los saltos«, de Florencia del Campo, ilustrado por Natalia Colombo (editorial Libre Albedrío, España, 2014).

Al canguro le sucede que se aburre en su medio, y que ya no quiere hablar siempre con canguros y de cosas de canguros. Entonces, a los saltos, cada vez más altos, cada vez más largos, sale a recorrer el mundo, la diversidad del mundo, la otredad del mundo. Y la descubre, a su modo. Un cuento ilustrado al que le agradeceremos que, otra vez, que nos cuente un cuento con animales: ni más, ni menos.

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Nota de Edición: La escritura de este artículo debe mucho a la entrada «Bestiario» de la guía: «La literatura para Niños y Jóvenes. Guía de Exploración de sus Grandes Temas», de Marc Soriano, Editorial Colihue, Argentina, 1995.