En el año 1990 cursé mi última materia de la carrera de sociología. Luego de eso abandoné. La última materia fue Teoría III. La impartía la profesora Susana Mallo, quien actualmente es la decana de la Facultad de Ciencias Sociales.
Para mí, aquel fue uno de los mejores cursos que tuve como estudiante de sociología. Estudiábamos la obra de tres autores: Gramsci, Foucault y Habermas, y también una serie de artículos teóricos sobre la postmodernidad (entre los cuales, alguno de Jameson). Salvé esa materia, aunque recuerdo que terminé de rendir mi último parcial de un modo extraño.
En el parcial había una pregunta sobre un libro de Jürgen Habermas, Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, que no respondí. No fue que no hubiera leído ese libro: fue que no me sentía capacitado para responder la pregunta. Como respuesta escribí un comentario donde le decía a la docente que la obra de Habermas requería de estudios que iban más allá de los estipulados en el programa, de lo contrario no podía ser comprendida a cabalidad.
Al año siguiente me zambullí en el estudio de la obra de Jürgen Habermas. Leía por mi cuenta los libros que estaban disponibles en Uruguay (o en Buenos Aires), traducidos al español. Cursé en forma libre un seminario que daba el docente Miguel Andreoli en la Facultad de Humanidades. Y leí la Teoría de la acción comunicativa: los dos tomos, de punta a punta.

Contratapa del libro «Teoría de la Acción Comunicativa II. Crítica de la razón funcionalista», de Jürgen Habermas, 1981, editado por Taurus, en Madrid (reimpresión de 1988). Versión castellana de Manuel Jiménez Redondo.
Estudié ese libro de una manera obsesiva. Dediqué todo el año 1991 y gran parte de 1992 a esos estudios (conste que, por entonces, ya llevaba años trabajando en otras actividades con las que me sustentaba económicamente). Estudié por la libre, aunque de manera sistemática, con una devoción rayana con lo patológico. No fui incondicional a lo que planteaba el autor, pero entendía que allí había una obra de teoría sociológica que me era contemporánea y que me presentaba un desafío intelectual de esos que no se salvan a la ligera. Creo, al final, haber llegado a comprender los aciertos y los límites de esa obra magna de Jürgen Habermas, si bien ya nunca, después, pude seguir su pensamiento como lo hice con lo allí escrito: como que el Habermas posterior a la Teoría de la acción comunicativa (a excepción, tal vez, de algunos artículos de El discurso filosófico de la modernidad) me resultaba insulso; como que los esfuerzos intelectuales del filósofo alemán se agotaron en ese libro, del cual él, luego, solo había salido como un moralista árido.
No voy a comentar aquí esa obra. No es el lugar, ni el momento. Sólo la traigo a este blog porque en estos días recordaba que ese libro está cumpliendo 30 años: la obra fue publicada en 1981. Considero que los años transcurridos no le han restado mérito ni vitalidad. La TAC (como solía abreviar su nombre en mis notas) conserva la tensión de un pensamiento vivo, un pensamiento que se desarrolla a medida que se escribe y que cobra más vivacidad a medida que se lo lee sin dejar pasar ninguno de sus detalles por alto. A esta altura, supongo, debería ser uno de esos libros que se integran como clásicos en cualquier programa de teoría sociológica, entre los cuales no debe haber más de 15 o 20 de su estatura.
Mi lejanía de la academia no me permite decir si en la actualidad hay algún autor que esté desarrollando un pensamiento y una teoría al modo en que lo hizo Habermas en la década de los setenta-ochenta: el modo en que construían las catedrales en el renacimiento, o el modo como se debería trazar una cartografía primigenia, el mapa borgiano, hecho «a escala uno». Pienso en otros autores contemporáneos como Richard Rorty, Anthony Giddens, Manuel Castells, Niklas Luhmann, Charles Taylor o Jon Elster (entre otros pocos). Leí algunos de sus libros (en partes o completos), pero ninguno de ellos logró encender en mí lo que las primeras lecturas de Habermas inflamaron cuando en aquel curso me lo dieron a conocer. ¿Pasión, deseo, ambición, ilusión?: no, nada de eso. Encendieron un ánimo crítico: dar vuelta a las ideas como se da vuelta a las medias al calzarnos por la mañana para ponerlas en diálogo con los pies que van a caminar el resto del día.
En este treinta aniversario de la TAC, me permito volver a hojear el libro y ver cómo llegué a subrayarlo y anotarlo, tratando de que no se me escapara ni el más mínimo detalle. No obstante, hoy día, sé que mucho de lo que estudié y leí en aquel libro siguió su camino hacia el olvido. Tal como sucede, a la larga, con la gran mayoría de lo que leemos, sea cual sea su género. Y pienso ahora que para eso, justamente, están los libros: para que la conversación que establecemos con sus autores, conversación distante y secreta, complaciente o enervada, quede allí guardada y no se pierda; no se pierda y uno pueda volver a ella, años después, y retomarla, incluso, como si treinta años no fueran nada o como si hubiera que borrar los subrayados y las notas, y hacer otros de nuevo, porque el tiempo pasa.

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