Una historia de amor de alto vuelo: «El día en que me convertí en pájaro», de Ingrid Chabbert y Guridi

Las guardas del principio y del final son un papel estampado de flores. En la del inicio hay un recorte: es la silueta de un pájaro. La del final sería igual, salvo por que hay dos siluetas recortadas, dos pájaros. Entre guardas y guardas sucede una historia que justifica ese cambio entre el antes y el después, una de las historias de amor infantil más bellamente contadas. Se titula “El día en que me convertí en pájaro”, la escribe Ingrid Chabbert, la ilustra Guridi, la publica la editorial Tres Tigres Tristes.

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Guarda delantera: la silueta de un pájaro solitario.

La historia comienza con una confesión: “El día que comenzó la escuela, me enamoré”. Es una línea escrita en la parte superior de la primera página par. Debajo de esa línea hay un dibujo trazado en dos dimensiones: un círculo traza la base en perspectiva horizontal, mientras que en la perspectiva vertical, se levanta un arco.

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Unos trazos apenas, casi un boceto, casi un patrón de modelado.

Tenemos que esperar hasta la página siguiente para leer una segunda línea que continúa la confesión anterior: “Era la primera vez”, dice el enamorado. Y debajo de esa línea, descubrir que el dibujo anterior comienza a perfilarse como el andamiaje de la cabeza de un pájaro. ¿Que cómo lo sabemos? Porque el bosquejo coincide con la ilustración de portada.

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Portada del libro «El día en que me convertí en pájaro», de Ingrid Chabbert y Guridi.

En las cuatro siguientes páginas, el relator sigue confesando cómo se enamoró de Candela, una compañera de clase. Dice que al llegar a su casa hizo muchos dibujos de ella. Dice que mientras él la ve a ella, ella no la ve a él. La ilustración, mientras tanto, parece ir por otro lado, pues lo que relata, o mejor dicho, lo que traza en bocetos, como en un patrón de modelado, es la construcción de la cabeza de un pájaro, así, al modo de un cabezudo para un desfile de disfraces. Esto lo sabemos recién en la sexta página ilustrada, donde descubrimos a un niño que se está poniendo la cabeza del pájaro sobre sus hombros (ilustración que coincide con la de la portada del libro). Todo está dibujado en un riguroso trazado de carbonilla negra sobre el fondo crema del papel, con apenas algunos trazos o rellenos de blanco.

De inmediato, la secuencia de páginas pares e impares se interrumpe y aparece una doble página. En el centro de la doble página hay dibujada una niña que extiende su mano para darle apoyo al vuelo de un pájaro.

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«Candela es una apasionada de los pájaros».

La niña, dibujada también en carbonilla y al modo de la secuencia precedente, está rodeada de dibujos de pájaros fuera de escala. Dibujos que parecen recortados de alguna enciclopedia decimonónica. También, allí, entreveradas con los recortes, se adivinan dos siluetas de pájaros: las mismas que aparecen en las guardas. El texto de esa doble página nos dice que “Candela es una apasionada de los pájaros”. El relato sigue siendo el del narrador de las primeras páginas. Pero a partir de aquí, relato e ilustración coinciden. Comienzan a “hablar” de lo mismo.

En las siguientes páginas, el narrador nos hablará de esa pasión de Candela por los pájaros y la hará contrastar con la pasión de él con Candela. El texto y la ilustración se refuerzan. Narran lo mismo. Narran la divergencia entre el interés de Candela y el interés del confieso enamorado, que además de fijar su atención en Candela, comienza a fijarla en los pájaros. Así, hasta que decide convertirse en uno.

El narrador se disfraza de pájaro. Y la historia, por arte de su exageración romántica, se convierte en una comedia de humor. Porque para el niño no es fácil continuar su vida cargando semejante disfraz de pájaro. No es fácil estar con sus amigos en el salón de clase, jugar al fútbol, trepara a un árbol, mojarse con la lluvia… Y es que nunca es fácil cargar con los disfraces tenaces de la seducción.

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Las dificultades de llevar un disfraz.

El desenlace sucede cuando finalmente, Candela y el niño pájaro se enfrentan y se miran. “Nuestras miradas se cruzan, por fin”. Dice el relato. Y entonces, el cuento remonta vuelo en un desenlace muy apropiado para una historia de amor, para una historia de pájaros, para una historia de alto vuelo.

Lo maravilloso de este libro es cómo alterna las diferentes modalidades de articulación entre texto e ilustración: a veces coincidentes, a veces divergentes; a veces el texto anticipando a la ilustración, a veces la ilustración anticipando al texto; a veces dobles páginas sin texto, a veces páginas con texto y sin ilustración. Y todo ello con una estricta economía de recursos gráficos y textuales, con lo cual hace que toda la historia se perfile como un proceso de modelaje, un proyecto que parece estar trazando los planes de una conversión: la de un niño en pájaro, la de una imposibilidad en una posibilidad, la de la indiferencia en el amor.

No hay nada más parecido a un pájaro que un libro. Las tapas y las páginas, una vez a medio abrir, pueden simular las alas que se despliegan para volar. Así y todo, que un libro vuele no depende tanto de la mecánica del objeto como de la forma en que narra una historia, y de cómo nos ilusiona con ello. “El día que me convertí en pájaro” logra levantar vuelo e ilusionarnos: como un libro, como un pájaro, como una bella historia de amor.

 

 

 

 

 

«Alma y la isla», o de cómo escribir una novela entre demonios y amuletos mágicos

Llegó de la mano de mi padre. Era muy negra. Solo se le veían los ojos blancos y asustados y los bucles cayéndole por las mejillas.

Para llegar hasta aquí había hecho un viaje muy largo. Yo lo sabía. Pero a mí solo me parecía un demonio.

Quien narra es Otto. Un niño de 10 años que habita en una isla del Mar Mediterráneo, a medio camino entre la costa de Túnez y la península italiana. Y esa es la primera impresión que le causa Alma, una niña de Etiopía, que acaba de ser salvada de un naufragio por el padre de Otto, pescador de la isla, quien la llevó a vivir a su casa, pues estaba sola y perdida.

Es la primera impresión de Otto, sí, y también es la primera impresión que nos causará la lectura de esta novela: «Alma y la isla«, escrita por Mónica Rodríguez e ilustrada por Ester García. Una novela que comienza sin concesiones y termina igual, 43 capítulos y 117 páginas después.

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«Alma y la isla», de Mónica Rodríguez, ilustrada por Ester García, Editorial Anaya, 2016. XIII Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil.

Los primeros capítulos nos hablan de una isla que se ve enfrentada al drama de la inmigración ilegal: la llegada de los ahogados.

El mar dejó de ser azul.

No fue fácil acostumbrase a ver los cuerpos meciéndose entre las olas. O las filas de muchachos, de mujeres, de hombres empapados, tiritando bajo las mantas que les entregaban los de salvamento.

Habla de cómo los habitantes de la isla se acostumbran a convivir con ese desastre, marcando una cierta distancia: una distancia y un acostumbramiento que se rompe para Otto cuando su padre decide llevar a Alma a su casa.

Los siguientes capítulos hablan del conflicto emocional al que se enfrenta Otto cuando intenta dejar de ver a la niña como un demonio que llegó a complicarle la vida, a ocupar su espacio vital, a exponerlo frente a sus amigos y amigas, a convertirlo en objeto de burla de sus hermanos, a retratarlo frente a su madre y su padre como si él fuera un niño caprichoso y egoísta.

Cuando las cosas se ponen difíciles en la convivencia diaria, rondando la mitad de la novela, Otto acude a un amuleto que le había dado otro inmigrante. Un amuleto mágico, que le permitirá entender a la niña, conocer su historia, reconocerla en su humanidad desvalida, acercarse a ella, ver su dolor y su sonrisa, aceptar sus agradecimientos. Comunicarse. Acompañarla. Entender a la niña y entenderse a sí mismo, sus conflictos, sus temores, sus propias carencias afectivas. Entender a la niña, entenderse a sí mismo y permitir a los lectores acercarse a la historia de Alma, previo al naufragio que la arrastró hasta la isla.

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El amuleto, objeto de mediación entre Otto y Alma. Ilustración interior a media página de Ester García.

Todo el proceso que lleva a Otto desde la impresión demoníaca del inicio hasta un acercamiento entrañable con la niña está escrito con sumo cuidado. Cuidado en el respeto por el conflicto interior del personaje infantil. Cuidado en la maestría que despliega la autora a la hora de iluminar con una concisión rotunda y de un modo entrañable, conmovedor y poético, todo lo que a poco de andar en la novela deja de ser un “tema difícil” y se convierte en una historia, un relato dramático y hermoso, que sucede adentro del lector: un lector que irá hasta el final y llegará conmovido hasta la médula.

Cualquiera podría pensar que, en la vida real, los amuletos mediadores no existen, y que la solución mágica puede ser un atajo para la resolución de conflictos en esta ficción. Pero la escritora parece estar más que avisada al respecto. Por ello, en una de las escenas más conmovedoras de la novela, ya cerca del desenlace, cuando Otto y Alma deciden compartir dos mitades del amuleto mencionado, se produce un diálogo que es iluminador. Otto pregunta a Alma:

—¿Cómo puede ser? —pregunté tocándome el amuleto—. Lo de la magia, ¿cómo puede ser?

Ella se encogió de hombros.

—No magia aquí —dijo señalando su trozo de amuleto—. Magia aquí. —Y puso su dedo en mi corazón—. Y aquí. —Lo llevó ahora hasta mi sien y lo apoyó con suavidad. Sonrió—. Amuleto solo ayuda.

A esa altura, el lector no puede más que dejarse tocar por ese dedo y sentirlo como un roce que pide, que exige casi, acciones verdaderas. Y a tal punto, la autora sabe que no hay soluciones mágicas, que deja un final abierto en la historia. No es un final feliz, no. Nos ahorra esa falsa ilusión. Pero tampoco es un final que paralice. La mesura de la escritora, y su cuidado, llegan hasta el apéndice final.

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Alma, vista por Ester García. Color y juego de detalles poéticos: el barco navegando el pelo azabache de la niña en la dirección de un destino incierto pero mejor; la gacela que escapa del vestido como si quisiera regresar a un estado natural perdido; un sol rojo e intenso en el lugar del corazón.

Una mención aparte merece el trabajo de ilustración de Ester García para esta novela, tan a tono con la escritura en lo que hace a concisión descriptiva y a vuelo poético. Son ilustraciones que en sus detalles subrayan los aspectos mágicos y más sensibles de la trama, y que con su trabajado colorido generan un contraste frente a la oscuridad del asunto, al punto de que parecen querer recordarnos la necesidad de echar luz o la necesidad de ese roce sensible con que los niños pueden indicarnos dónde está el corazón y dónde la cabeza a la hora de entender los dramas de esta vida o de lidiar con los demonios, propios y ajenos.

La novela obtuvo el XIII Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil; seguramente, de un modo más que merecido.

«Prohibido ordenar» y «Tic-Tac»: Punto de vista, tiempos y clases sociales

 

Dos libros para niños me motivan a escribir estos comentarios sobre puntos de vista narrativos en los cuentos para niños. El primero de los libros comienza así:

Tomás trabajaba de sereno en una fábrica. Ese día la noche se le había hecho larga. Cuando llegó la hora de salir, todavía no había amanecido.

El libro se titula “Prohibido ordenar”. Lo escribe Mario Méndez, lo ilustra Mariano Díaz Prieto, lo edita Pequeño Editor (Argentina, 2014).

Prohibido ordenar", de Mario Méndez y Mariano Días Prieto, Pequeño Editor, Argentina, 2014.

Prohibido ordenar», de Mario Méndez y Mariano Días Prieto, Pequeño Editor, Argentina, 2014.

Todo el cuento está contado desde un punto de vista externo a la historia, pero limitado a la perspectiva de Tomás, padre de familia, integrante de la clase obrera.

No abundan los libros para niños que toman una perspectiva así: la del trabajador que regresa en bicicleta a su casa; la del trabajador que vuelve cansado al hogar y se encuentra allí con los rastros, los deshechos, el desorden de las actividades domésticas y familiares que se desarrollan en lo cotidiano de su ausencia.

Desde la perspectiva narrativa de Tomás, el tiempo de trabajo y el tiempo de juego (que no necesariamente es tiempo libre) quedan, en un primer momento, contrastados, separados y en conflicto.

"Prohibido Ordenar", de Mario Méndez y Mariano Díaz Prieto. Página interior.

Tomás trabajaba de sereno en una fábrica… «Prohibido ordenar», ilustración interior.

A Tomás le toca trabajar por la noche, cuando en su casa la familia duerme. Tomás trabaja mientras, en su casa, antes de ir a dormir, sus hijas y su esposa juegan. Tomás cumple con un orden de trabajo, mientras en la casa lo que se cumple es el desorden del juego. Esa podría ser una rutina, despareja y desfavorable para el trabajador. Pero va a ser que un día sucede algo especial.

Tomás llega a su casa cuando amanece. Al entrar al comedor de la casa, tropieza con un caos de juguetes tirados en el piso. Al principio se enfada. Luego, a medida que recoge las cosas, se detiene en cada una, observa, piensa y va adivinando quién dejó tirado qué. En determinado momento encuentra un dibujo de una de sus hijas. Lo mira. En el dibujo aparece la familia bajo un arcoíris. El enfado inicial, el del cansancio, el que le provocó tropezar con el desorden encontrado, se transforma en otra cosa. Tras descubrir el dibujo, Tomás comienza a imaginar, a partir de cada juguete que va recogiendo, cómo fue el juego durante su ausencia, quién jugó a qué y con quién, cómo jugaron sus seres queridos.

"Luego empezó a guardar...". Ilustración interior.

Luego empezó a guardar… «Prohibido ordenar», ilustración interior.

Tomás no solo adivina los juegos, sino que también parece entender su ajenidad respecto de la escena doméstica del juego (¿entiende su enajenación?). En ese momento aparece su esposa, recién levantada, que entre los bostezos matinales se disculpa por el caos. Tomás no se molesta. Es más, desde ese día, prohíbe ordenar. Prefiere hacerlo él, todas las mañanas. Es la forma que encontró para ser parte del juego familiar en el que no puede participar. Es la forma que encuentra para subvertir los tiempos del trabajo y los del juego.

El otro libro que me lleva a pensar en estos asuntos es “Tic-Tac”, escrito por Grégoire Reizac e ilustrado por Jörg, publicado por Takatuka (España, 2013).

"Tic-Tac", de Grégoire Reizac y Jörg, publicado por Takatuka (España, 2013). Hay versión en catalán y castellano.

«Tic-Tac», de Grégoire Reizac y Jörg, publicado por Takatuka (España, 2013). Hay versión en catalán y castellano.

Este cuento está narrado en primera persona por una niña: su punto de vista es el que da la pauta del relato. El tiempo del cuento comienza a transcurrir por la mañana, cuando el padre se apronta para ir a trabajar. El padre aparece como un personaje desquiciado. Corre por un pasillo, supuestamente desde el lavabo a la cocina. La niña lo ve desde su dormitorio, donde está jugando, dándole una mamadera a un gato. La niña nos informa que su padre ha perdido diez minutos entre que se levantó y desayunó. Las quejas del padre por el tiempo perdido, parecen ser una constante en la rutina de la casa por las mañanas. La niña comienza a reflexionar sobre eso: sobre los minutos que se pierden.

La madre queda en casa. La vemos recostada en un sillón hablando por teléfono. La niña piensa que la madre encuentra los minutos que pierde el padre y los guarda para sí. La niña dice que la madre tiene minutos en cantidad. Por eso, es ella quien reparte los minutos, es ella quien los da. “Te doy diez minutos para ordenar la habitación”, dice la madre a la hija, que regatea y pide veinte. La madre es la que administra el tiempo doméstico: le da tiempo a la hija para despertarse y salir de la cama; le da tiempo para desayunar; le da tiempo para mirar la tele; le da tiempo para hacer la tarea escolar. Le da tiempo para ordenar.

Darle tiempo. "Tic-Tac", ilustración interior.

Darle tiempo. «Tic-Tac», ilustración interior.

La niña regatea minutos y los guarda como si fueran monedas; los guarda para cuando sea grande, cosa de que si los pierde como su padre por las mañanas, o como los conductores de vehículos en los embotellamientos de tránsito, no haya problemas. El padre dice que el tiempo es oro, y la niña, irónicamente, sueña con enriquecerse a medida que acumula minutos perdidos.

Obviamente, la enajenación del tiempo se vive de manera muy distinta en los dos cuentos. Las clases sociales representadas son distintas. Las actitudes vitales son distintas. Las actitudes de los personajes principales son distintas: uno, Tomás, el padre de la clase obrera, busca reconciliar en la tarea de poner orden los tiempos socialmente separados; el otro, el padre de clase media, no busca más que ganar tiempo, mientras el “tic tac” del título parecería el sonido del mecanismo de un detonante más que el sonido de un reloj.

Embotellamiento. "Tic - Tac", ilustración interior.

Embotellamiento y desquicio. «Tic – Tac», ilustración interior.

Los puntos de vista narrativos son distintos. Pero ambos cuentos tienen en algo en común: abordan el gran problema de la vida cotidiana en el mundo contemporáneo. La enajenación de la vida cotidiana respecto del tiempo vital (y viceversa) y las posibles vías de reconciliación: abiertas o cerradas.

San Agustín decía que todos sabemos lo que es el tiempo, pero que si nos preguntan qué es, ya no sabemos cómo contestar. En todo caso, hay prácticas sociales distintas frente a la cuestión del tiempo vital. Esas prácticas, de última, son las que definen el asunto. Y la pertenencia a distintas clases sociales (obreros-clase media) o a distintas clases etáreas (niños-adultos) o a distintos géneros (masculino-femenino) brinda distintas experiencias y posibilidades.

Tomar en cuenta esas diferencias puede iluminar un relato y un punto de vista narrativo distinto. No tomarlas en cuenta puede oscurecerlo todo. Contrastar esa diferencia en los cuentos para niños es un ejercicio iluminador sobre los condicionantes sociales que se ejercen sobre la vida misma. Porque en ellos, en los diferentes cuentos, puede radicar, para el lector infantil, la apertura de un tiempo por venir incondicionado, un tiempo que aún no, un tiempo no acumulable ni ordenable. Un tiempo libre, sí: que no es necesariamente el del juego. Tampoco el de cualquier lectura.

Gorjeos de papel: «Cuentos mínimos», de Pep Bruno y Goyo Rodríguez

Todos los días, antes de ir a dormir, @Pep_Bruno escribe un cuento con 140 caracteres. Cuando lo escribe con 139, se va a dormir más tarde.

El texto anterior tiene 139 caracteres. Ni uno más, ni uno menos. Podría haber sido un tuit, si lo hubiera publicado en mi perfil de Twitter. Podría ser un microcuento, si se me diera por explicar que cumple con una premisa del género: tiene una presentación, un ínfimo desarrollo de la acción, un nudo y un desenlace. Hoy prefiero tomarlo como el inicio aforístico del comentario de un libro: Cuentos mínimos, de Pep Bruno, ilustrado por Goyo Rodríguez. En todo caso, el texto refiere a las dificultades que presenta la brevedad a la hora de escribir buenos microcuentos.

«Cuentos mínimos», microcuentos de Pep Bruno, ilustrados por Goyo Rodríguez. Editorial Anaya, 2015.

Hay quienes piensan que los microcuentos no pasan de ser frases ocurrentes e ingeniosas. Si leemos esta colección de 50 “cuentos mínimos” nos daremos cuenta de que no es así: el microcuento tiene sus reglas genéricas, y como en todos los ámbitos donde se aplican reglas de estilo, hay quienes las ponen a jugar en mejor o en peor forma, generando aciertos o errores, aplicando el ingenio con mayor o menor fortuna, logrando ser más o menos ocurrente. Eso es ley. Pero a esta altura de la década, que más no sea por acumulación y expansión, es claro que estamos ante un género muy bien aggiornado.

Pep Bruno, además de ser escritor, es un narrador oral. Sabe muy bien de qué va eso de contar un cuento. Conoce las reglas antiquísimas que definen al género y a sus variantes: el cuento popular, el cuento infantil, la fábula, la leyenda. Sabe que el cuento debe ganarle al lector o al espectador por nocaut. También conoce las reglas que acercan al cuento con otros géneros tradicionales, como son los refranes, los chistes, las adivinanzas, los epigramas…

Además de estar en contacto con esas tradiciones, Pep Bruno es un escritor de redes sociales: tuitero y bloguero desde ya hace mucho tiempo, conoce también las reglas que las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones le imponen a la escritura. Por lo pronto, ya hace un buen tiempo, todas las noches, religiosa y rigurosamente, escribe en twitter un microcuento para su audiencia. Hace confluir allí toda la tradición del cuento con toda la modernidad de los géneros ajustados a las TICs.

Si hace cuatro años escribimos en este blog que Chejov fue un precursor de Twitter, hoy podemos decir que en twitter hay escritores como Pep Bruno que reviven el arte chejoviano del relato breve, y cumplen con una de las máximas del autor ruso: “la brevedad es hermana del talento”.

La selección de 50 de esos microcuentos que nos ofrece este libro, selección que imaginamos que no debe de haber sido fácil, hace justicia a una labor concienzuda y generosa del escritor y el cuentista, y salva al trabajo de lo efímero que comporta la red social. Además, claro, nos regala a los lectores que gustamos de la brevedad uno de esos libros que sabremos visitar de tanto en tanto.

Interior del libro a doble página: dos cuentos mínimos y una ilustración.

Interior del libro a doble página: dos cuentos mínimos y una ilustración.

La elección del ilustrador, para el caso, no podía haber sido mejor. Goyo Rodríguez proviene del ámbito de la comunicación y de la publicidad. Se presenta a sí mismo como “creativo”. Es diseñador gráfico e ilustrador. Para este libro, vuelca en la ilustración la misma condensación que lo fugaz y lo fulminante de la brevedad le impone tanto al relato escrito de un tuit como a la publicidad visual: impactar de inmediato y generar resonancias de largo aliento.

Eso define el juego de ilustraciones, que al mejor ritmo de la poesía visual combina elementos diversos y los hace chocar entre sí, para iluminar en un fogonazo las muchas posibilidades que cada “cuento mínimo” deja abiertas en su juego de brevedad polisémica y de sugerente misterio. Y tiene un mérito mayor aún: cada ilustración, a doble página, interactúa a la vez con dos microcuentos diferentes escritos en cada página, y logra de ese modo reforzar y multiplicar la intensidad de cada uno, sin sobreponerse en redundancia con ninguno de los dos en particular.

«Se agachó y, con un dedo, dibujó en la arena un corazón. El desierto comenzó a latir».

Comentario aparte exige la inclusión de este libro en una colección de literatura infantil: un “sopa de libros”, de la editorial Anaya, recomendado “a partir de 10 años”.

Es obvio que si alguien publica un cuento en twitter a la noche, sobre el final del día, no espera tener allí a un público lector infantil. Es obvio, entonces, que estos microcuentos no fueron escritos para niños. No obstante, el hecho de que al configurar un libro sean ellos los destinatarios, no hace más que reforzar aquella idea del francés Michel Tournier sobre la literatura infantil que tan grata nos resulta: eso de lograr escribir unos textos “tan bien, tan límpidamente, tan brevemente —calidad rara y difícil de alcanzar— que todo el mundo pueda leerlos, incluso los niños”. Esto, casi seguro, es lo que sucederá con los “Cuentos mínimos”.

Y aún más, la referencia a Michel Tournier nos viene muy bien para considerar cómo han cambiado las cosas en los últimos 40 o 50 años al interior de la industria editorial. Al francés le costó mucho incluir su libro “Viernes o la vida salvaje” en una colección juvenil. Las editoriales no lo veían apropiado para ello, a pesar de que el autor estaba convencido de que era un ejemplar de literatura infantil. Tournier sostenía que eso, la imposibilidad de publicarlo en una colección de LIJ, se debía a que, por entonces, “las ediciones para niños obedecen a leyes que excluyen por completo la verdadera creación literaria”. Si alguien quería leer literatura creativa, en esos años, advertía Tournier, debía saltarse las colecciones juveniles.

Hoy en día, en cambio, un adulto tiene tantas o más posibilidades de leer literatura creativa en un libro destinado a los niños que en la gran mayoría de los ejemplares de libros (bestsellers) para adultos. Y un libro como los “Cuentos mínimos”, que sin duda es un ejemplar de literatura creativa, tiene mayores posibilidades de ser leído por adultos en una colección destinada a los niños que las que tendría si se lo hubiera publicado en cualquier colección destinada a los adultos.

Así están las cosas en el barrio hoy en día. Y la verdad, a mí no molesta en lo más mínimo, como supongo que tampoco le molestará a Pep Bruno.

Listas, listas, maravillosas listas: «La llista d’aniversari», de Anna Manso

No acabamos de entrar en la vida y ya compartimos la experiencia de las listas. La nurse en el sanatorio lleva un listado de los recién nacidos, que por lo general tienen un nombre elegido por sus progenitores en una lista discutida durante meses. Y será ese nombre el que decidirá, en el orden de la lista de los alumnos de la clase, si vamos a sentarnos en los primeros o en los últimos pupitres del salón escolar.

En el origen de la literatura está ese gran listado de héroes y dioses que es La Ilíada. Luego, claro está, las ciencias progresaron con sus taxonomías: esas listas ordenadas de especies, géneros, familias, órdenes, clases… de vegetales, de animales, de minerales, de… Y la tabla de los elementos, cierto, la dichosa tabla de los elementos.

Los diccionarios son listas ordenadas de palabras, puestas una después de otra según como avanzan de acuerdo con una lista ordenada de letras: el abecedario. Los vademécum listan medicamentos para que el farmacéutico no se pierda en el catálogo de las enfermedades y de sus posibles remedios, o placebos. Y en los tiempos líquidos de las tecnologías de la comunicación echamos un poco en falta aquellos gruesos volúmenes de las guías telefónicas.

Desde el más grande hasta el más pequeño, cualquier proyecto implica listar una serie de objetivos, metas, actividades… Yo, por lo pronto, cuando proyecto salir de compras, no soy capaz de hacerlo sin hacerme una lista de lo que debo comprar; claro que ahora no la anoto en ningún papelito: la confecciono directamente en el bloc de notas de mi teléfono móvil.

¿Quién no hizo alguna vez una lista?

¿Quién no hizo alguna vez una lista? «La llista d’aniversari», página interior.

La literatura infantil juega mucho con las listas. Los grandes cuentos para los más pequeños tienen por lo general una estructura acumulativa donde una misma acción se repite siguiendo una lista de posibles personajes secundarios que ofrecen al protagonista la posibilidad, o imposibilidad, de lograr el objetivo que la acción persigue.

La llista d'aniversari, de Anna Manso, con ilustraciones de Gabriel Salvadó. Editorial Cruïlla, Barcelona, 2010.

La llista d’aniversari, de Anna Manso, con ilustraciones de Gabriel Salvadó. Editorial Cruïlla, Barcelona, 2010.

Y a los lectores, a mí al menos, me encantan los cuentos y las novelas en las que las listas se hacen explícitas. Veamos una:

  1. Bañarme en la charca de los patos del parque.
  2. Aprender a hacer una voltereta triple mortal.
  3. Salir en la tele.
  4. Teñirme los cabellos de color rosa.
  5. Tocar un tigre
  6. Comer sopa de Navidades el día de mi cumpleaños.
  7. Dormir dentro de una tienda de campaña en el patio de la escuela con mis amigos.
  8. Desplegar un rollo de papel higiénico en el camino desde casa hasta la casa de Paula, mi mejor amiga.
  9. Subir al edificio más alto de la ciudad y lanzar cien aviones de papel.
  10. Un hermano.

Esa es la lista que confeccionó la protagonista del libro “La llista d’aniversari”, de Anna Manso. Una niña muy avispada, que gusta de hacer listas y que comienza a escribir la lista de regalos que desea que le regalen unos días después de Reyes y unos meses antes de su cumpleaños. Sucede que los padres, asustados ante la afición de la niña a las listas, le ponen una condición: que los regalos que vaya a pedir no sean cosas materiales, porque tal como se lo anuncian en una reunión familiar, ella ya tiene suficientes cosas.

Con ingenio, la niña, de la que no sabremos su nombre y que relata toda la historia en primera persona, confeccionará esta lista. Y será el cumplimiento o no de sus deseos, ordenado de acuerdo con el decálogo antes transcripto, el que dará forma a un relato entretenido, ágil y con mucho humor. Un humor tan bien logrado en el texto como en las ilustraciones, con las que Gabriel Salvadó logra dar cuerpo y gestualidad a un personaje que desde el comienzo, cuando hace su lista, hasta el final, cuando vuelve a confeccionar una nueva lista, nos recuerda que el infinito, como el ingenio o como los estados de ánimo, puede estar perfectamente ordenado o desordenado, y que tanto una posibilidad como la otra, caben en una lista.

El libro lo leí en catalán, pero hay traducción al castellano. Se recomienda para primeros lectores, aunque me inclino a pensar que puede ser muy disfrutable su lectura en conjunto. Y por cierto, es el primer libro de Anna Manso que leo, y ya tengo una lista de lecturas confeccionada para seguir con su amplia obra…

LA LLISTA D’ANIVERSARI
Texto: Anna Manso
Ilustraciones: Gabriel Salvadó
Editorial Cruïlla. Col. El Vaixell de Vapor. Sèrie Blanca
Barcelona, 2010. Quinta edición, 2015.
Hay edición en castellano: «La lista de cumpleaños».