Kant formuló su filosofía racionalista en torno a cuatro preguntas: ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, ¿qué me cabe esperar?, ¿qué es el hombre? A caballo de ellas, elaboró su metafísica, su ética, su filosofía de la religión y una antropología, y todo ello orientado a la búsqueda de un bien supremo para la construcción universalista de la individualidad autónoma.
Hoy día, reflexionar concienzudamente sobre estas preguntas, y hacerlo con pausa, sin ansiedades, con rigor, se vuelve difícil. Las pasiones nos ganan. La inmediatez nos apura. El bombardeo comunicativo de acontecimientos que parecen suceder sin solución de continuidad nos abruma. El aislamiento, que no llega a ser superado por la virtualidad de las redes telemáticas, nos impide la deliberación colectiva, que no llega a consolidarse más allá de acontecimientos esporádicos, y eso cuando los acontecimientos esporádicos no enfrenta a unos con otros en una disputa de mónadas imposibles de comunicar, incluso cuando pertenecen al mismo campo de los interesados.
Así y todo, a menudo sucede que aparece una pregunta que serpentea entre las otras cuatro formuladas por Kant, y reformuladas en otras claves más comunitaristas, y se nos impone sin dejarnos visualizar respuesta alguna. Es la pregunta de la impotencia cotidiana, y así se formula: “¿Y yo qué puedo hacer?”.
Esta pregunta da título a un álbum, con texto de José Campanari e ilustraciones de Jesús Cisneros, publicado en 2008 por la editorial gallega OQO. Un álbum sobre el que hoy queremos decir algunas cosas pensadas al ritmo de nuestros apuros cotidianos.

¿Y yo qué puedo hacer?, José Campanari (texto) y Jesús Cisneros (ilustración). OQO Editora, Pontevedra, España, 2008.
El libro nos presenta a un personaje, un hombre mayor, que vive solo, con su mascota, “en la cuarta planta de un edificio sin ascensor, de un barrio con calles arboladas, de una de esas ciudades atiborradas de gente”. El personaje tiene un nombre, y a la vez no lo tiene. Se llama Equis. Y sabemos que un nombre así, para un personaje, no tiene vocación de nombrar a un particular, sino que de algún modo busca presentarnos a un personaje con capacidad de dar cabida en sí a un universal humano. Diríamos que el señor Equis, ya desde su nombre, pretende ser el representante de un tipo ideal, alguien común y corriente, un ciudadano que bien podrías ser tú, o yo, o el vecino del piso de arriba, con quien nos diríamos “buenos días” o “buenas tardes” al cruzarnos en el ascensor, si fuera el caso que nuestro edificio tuviera ascensor.
El señor Equis, más allá de ser un solitario, es un ser común y corriente, ordenado, rutinario: “Todas las mañanas, mientras toma el desayuno, el señor Equis lee el periódico… sin saltarse un punto ni una coma”. Este acto, la lectura del periódico, es lo que lo pone en contacto con el mundo. Ese contacto no deja de ser problemático para el señor Equis: “Algunas noticias no le mueven un pelo, otras le dibujan una sonrisa y muchas le dan escalofríos desde el dedo gordo del pie hasta la punta de la nariz.” Y día tras día, la lectura del periódico provoca que al señor Equis se le llene el cuerpo de preocupaciones.
La ilustración en este punto es muy apropiada. Un amplio espacio de fondo vacío, pintado en un tono apagado, al no dar especificaciones de lugar, al no subrayar ninguna característica específica, busca la representación del personaje más como un universal que como un particular. Se nos presenta al señor Equis leyendo el periódico seguido de cerca por su perro. El dibujo en lápiz y acuarelas del personaje se combina con un collage que muestra cómo el torso del señor Equis se va llenando de lo que él lee en el periódico. Al dar vuelta la página, aparecen otra vez las grafías del periódico, incrementadas en su escala al punto de superar en tamaño al personaje, con lo cual se subraya el modo en que el señor Equis, luego de leer las noticias, se siente abrumado por lo que sucede en ese mundo exterior al que él accede a través del periódico. También en esa ilustración, la mascota es el fiel testigo de las preocupaciones del amo, y su presencia constante subraya la ausencia de cualquier otro humano. Las preocupaciones del señor Equis se condensan y toman la forma de la pregunta que da tema y trama al libro y que se instala en la cabeza del personaje para comenzar a dar vueltas allí: “¿Y yo qué puedo hacer?”
Tal como las preocupaciones al principio, luego es la pregunta la que poco a poco nubla el entendimiento del señor Equis: él ya no puede ver, no puede oler, no puede oír. Y se siente abatido, disminuido, vencido: “Durante todo el día, el señor Equis es incapaz de concentrarse (lleno de preocupaciones y con la pregunta dándole vueltas a la cabeza, es difícil hacer las cosas bien).” Y durante la noche, “las preocupaciones no lo dejan dormir”.
Entonces sucede un cambio: las preocupaciones, que hasta entonces eran informes, un hatillo de ansiedades punzantes, toman una forma verbal que le permitirá al señor Equis recuperar los sentidos y pronunciarse: “Entonces abrió la boca y, de la punta de la lengua, salió la pregunta”. Y una vez que logra esto, el señor Equis se convierte en un ser social y solidario, porque siempre encuentra, al pronunciar la pregunta, a alguien que le sugiere qué hacer: una vecina que necesita que le hagan la compra, una madre que requiere que la lleven en coche al hospital para que atiendan a su hijo, un anciano que le pide comida porque está hambriento…
También la ilustración destaca esos cambios: ahora hay escenarios de fondo donde el señor Equis ya no se encuentra aislado en medio del vacío. Ahora hay un vecindario preciso en sus colores y con objetos de referencia que marcarán el tránsito del señor Equis en espacios concurridos. Él continuará con su rutina de desayunar y leer el diario, pero su cuerpo ya no se llenará de preocupaciones, porque ahora él sabe que siempre habrá alguien que responderá a su pregunta.
El álbum, a la par de ofrecernos una alternativa al problema subrayado más arriba, el de la impotencia cotidiana que los humanos padecemos enfrentados al bombardeo comunicativo mediático, nos ofrece la posibilidad de reflexionar a fondo sobre el asunto de si la alternativa ofrecida es suficiente. Porque si bien las respuestas que encuentra el señor Equis, y que lo impulsan a actuar en la inmediatez de lo cotidiano, parecen ceñirse al orden de lo particular, limitando el alcance alegórico y universalista con el que se abre la historia en el comienzo, no es menos cierto que el punto de inflexión de la historia se produce en el momento en que el personaje logra verbalizar la pregunta, ponerla en acción. Y esto, el lograr hacer las preguntas correctas en el momento en que son necesarias para uno y para el otro, es tal vez el asunto central de esta historia, más allá de que las respuestas sean satisfactorias solo para un puñado de vecinos y para el interesado que llega a enunciar su necesidad, y todo ello sin tener una repercusión en el orden de lo social, de lo global.
El libro, de última, allí donde sí tiene un alcance universalista, parece una invitación a dimensionar el papel de los cuestionamientos y los autocuestionamientos en el plano de una ética cotidiana, y dimensionar, también, los alcances y las limitaciones que esos cuestionamientos tienen a la hora de orientar la práctica humana. Una invitación que, aquí, atiende por igual a niños y adultos.