En literatura, la propiedad intelectual siempre será discutible. Más allá de que un autor se invente de pe a pa una historia, un poema, un ensayo o lo que sea, siempre será discutible cuánto le pertenece a él y cuánto a las lecturas que hizo antes, desde que comenzó a leer hasta que comenzó a escribir: ¿o acaso no se le aconseja siempre a un aprendiz de escritor que lo más importante para cultivar su arte es que lea mucho y que «robe» o que «copie» de otros autores (aunque sabiendo a quién robar y a quién copiar, y cómo: eso está claro)?
Hay toda una discusión al respecto de la existencia real (y pura) del autor. Una discusión filosófica y filológica. Pero de momento, seguimos reconociendo que la persona que se dedicó a escribir y se inventó una historia, un poema, un ensayo o lo que fuera, y que, a su modo, personal, particular, más o menos imaginativo, le dio forma: hombre o mujer, es autor de su obra y, como tal, tiene derechos sobre ella. Ahora bien, ¿cuáles son esos derechos? ¿De qué clase son?
En la legislación uruguaya, el autor es propietario de su obra. Eso le da un derecho que es moral y otro que es patrimonial. El derecho moral no se cede nunca. Fulanito que escribió «Las aventuras de Menganito», tiene un derecho moral sobre esa obra. Ese derecho implica cosas como que nadie puede modificarla, o publicarla sin decir que es de Fulanito, o plagiarla, vale decir, tomar las aventuras de Menganito y ponerles de título «Las aventuras de Sultanito» y publicarlo como propio. Nadie tiene derecho a hacer eso. Y si alguien lo hace, estará vulnerando la dignidad del autor y estará violentando a su persona.
Un autor podrá ser más o menos desprendido respecto de su obra, y no preocuparse mucho si alguien lo cita sin decir cuál es la fuente. Pero el que cita así, debe saber que está vulnerando un derecho moral. Este punto, así lo pienso, es bastante fácil de entender y de condenar, más allá de que hoy en día, copy and paste mediante, se suele ser más tolerantes con los plagiarios. Pero bueno, allá ellos, y al juzgado (si diera para tanto).
En cuanto a los derechos patrimoniales, la cosa es más difícil. El autor puede ceder sus derechos patrimoniales sobre la obra que ha realizado. Y, de hecho, cuando publica su obra con una editorial, cede esos derechos, los patrimoniales, al editor. Esto es lo que permite al editor reproducir la obra, editarla, convertirla en un libro, imprimirla, copiarla, difundirla, distribuirla y venderla. El editor se queda con esos derechos. No para siempre ni en todos lados: sólo durante el lapso y en los territorios que estipula el contrato, y en las formas de reproducción que también estipula el contrato: pues la obra puede reproducirse en otro idioma, o en otro campo (por ejemplo, ser llevada al cine), o en otro formato: por ejemplo, abandonar el papel y pasar al formato digital.
Los contratos, siempre leoninos para el autor que no tiene mucha fuerza para negociar nada con el editor, dejan estipulados todos esos derechos que el autor cede al editor. Derechos regulados por leyes que, es de suponer y de esperar, protegen a las partes contratantes y rigen la validez o nulidad del contrato. Habría que investigar hasta qué punto algunos contratos pasan de ser leoninos a ser ilegítimos e inválidos desde el punto de vista legal (pero ese es otro asunto).
A partir de aquí, en lo que respecta a la exclusividad que tiene un editor para explotar comercialmente los derechos de reproducción de una obra, entramos en un terreno farragoso. Terreno que se ha hecho más farragoso aún desde que se impuso internet, urbi et orbi.

«El pirata hidalgo», de Robert Siodmak, con la actuación estelar de Burt Lancaster
Voy a poner un ejemplo.
El autor, Fulanito, firmó un contrato conla Editorial X donde quedó estipulado que los derechos de explotación de la obra «Las aventuras de Menganito» tienen validez en el ámbito territorial de los «hispanohablantes». Bien, resulta que Fulanito tiene un amigo, el Sr. Zeta que vive en Nueva York. El señor Zeta compra una copia de «Las aventuras de Menganito», la lee, le gusta muchísimo, la comenta favorablemente en su blog, la recomienda con entusiasmo. Entonces, una amiga del Sr. Zeta, que vive en España, le escribe diciéndole que quiere leer la obra, pero no puede comprarla en su país porque allí la Editorial X no tiene distribución. También le dice que no piensa gastar 10 (o 20) euros para pagar el envío postal, pues tiene animadversión por los servicios de correo que demoran en enviar los paquetes y a menudo no cumplen bien su servicio. El Sr. Zeta, conocedor de las leyes y conocedor del contrato que Fulanito firmó con la Editorial X, sabe que nada le impide legalmente escanear el libro y mandárselo por correo a su amiga, la Sra.Omega. El entusiasmo con «Las aventuras de Menganito» es tan grande que el Sr. Zeta no repara en el trabajo que le llevará digitalizar el libro para compartirlo con su amiga. La copia que hace es fiel: respeta todos los derechos morales del autor y hasta incluye los datos de la editorial que tiene los derechos de copia, pues a él eso no le preocupa, dado que, al copiarla, sabe que no está delinquiendo (es más, se asegura de agregar esos datos, para despejar cualquier duda sobre el alcance de los derechos de la Editorial X). Luego, deja la copia colgada en un servidor de Nueva York, su ciudad, para que su amiga, la Sra. Omega, la descargue de ahí sin dificultades.
Siguiendo con el ejemplo, sucede que la Sra. Omega también se maravilla con «Las aventuras de Menganito» y comenta en su blog las virtudes de la obra. Al hacerlo, pone un hipervínculo al sitio desde donde lo descargó. Siete personas que frecuentan el blog dela Sra. Omega, y que la conocen como una buena lectora, se entusiasman y descargan también el libro. Y también comparten en sus respectivos blogs el hallazgo (y el hipervínculo). La progresión geométrica de los lectores de «Las aventuras de Menganito», que descargan el libro del servidor, no se detiene, porque nadie, ninguno de ellos, piensa que está cometiendo ningún delito al descargar y compartir el archivo de texto. Y, de hecho, no lo cometen, dado que las leyes de su país no castigan que se comparta un archivo de texto que contiene un libro: no castigan las copias para uso privado, no castigan que se compartan libros o información.
¿Han sido vulnerados los derechos de Fulanito, el autor? Ninguno. ¿Han sido vulnerados los derechos de la editorial? En principio, no. ¿Se ve perjudicado el autor, Fulanito, porque su obra circula en internet? Estoy casi convencido de que no.
Podría seguir aquí con el ejemplo anterior y contar una bella historia. Resulta que las recomendaciones de «Las aventuras de Menganito» siguen circulando por la red de redes. Entonces, en su país, donde Fulanito no era muy conocido, comienza a circular entre las distintas audiencias de internet la noticia de que él ha escrito un libro formidable. Mucha gente se entera. Mucha gente, que de no ser por la motivación que genera la circulación de la noticia nunca hubiera comprado el libro, va a la librería y lo compra. Las ventas del libro aumentan. Fulanito y la Editorial X no se explican este fenómeno, pero se alegran, obviamente. Por otra parte, el libro es conocido en todo el territorio hispanohablante y distintas editoriales de Colombia, México y Guatemala (por elegir algunos de los tantos países donde la Editorial X no tiene distribución) quieren adquirir los derechos para publicarlo en sus respectivos países… La bella historia de éxito podría seguir sin necesidad de caer en el género del fantasy. Y al final de la historia, Fulanito podría llegar a gritar con entusiasmo: «piratéame que me gusta», aunque ningún pirata haya estado en la vuelta de su éxito.

«Vigilar y castigar», de Michael Foucault
La historia anterior desborda los cometidos de mi nota de hoy. Lo que aquí quería hacer era plantear que los derechos de autor son una cosa y los derechos de copia otro. Y que los derechos son regulados por las leyes. Y que las leyes establecen una legalidad y una penalidad vigente o, como le gustaba decir a Foucault, las leyes (la legalidad) establece cuáles son los ilegalismos (trampas, triquiñuelas) permitidos:
La penalidad sería entonces una manera de administrar los ilegalismos, de trazar límites de tolerancia, de dar cierto campo de libertad a algunos, y hacer presión sobre otros, de excluir a una parte y hacer útil a otra; de neutralizar a éstos, de sacar provecho de aquéllos. En suma, la penalidad no «reprimiría» pura y simplemente los ilegalismos; los «diferenciaría», aseguraría su «economía» general.
(Michael Foucaul (1975), «Vigilar y Castigar». Editorial Siglo XXI, México, 24a. edición, P. 277)
Nos guste o no nos guste a los autores, la «economía general» sigue siendo determinante para nuestras prácticas: establece las reglas de juego y las reglas de resistencia. Un juego del cual no es fácil retirarse. Un juego en el cual, si se juega bien, también se puede sacar provecho (aunque provecho aquí no quiera decir dinero, o no exclusivamente dinero).
La tarea de los autores, cuando de escritores se trata, seguirá siendo escribir. Intentarán vivir de ello o se complacerán solo con ver que sus obras aportan algo a la comunidad (y a su ego más o menos narcisista). Lo que no tiene mucho sentido es que ellos pasen a ser quienes vigilan y castigan, tarea que en todo caso corresponderá a la policía, a los jueces, a los políticos de turno, a los motores de búsqueda, a las industrias culturales o a las mafias que curran con la ignorancia general sobre cómo funcionan los derechos de autor. Y allí, llegado el caso, cuando vaya a ser hecha la ley, el escritor, puesto en su rol de ciudadano, tendrá que tomar partido y elegir de qué lado queda: si del lado de la libertad y la democracia o del lado de la represión, el autoritarismo oscurantista y el afán de lucro del capital.
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Nota P.S.: si he cometido algún error de interpretación sobre las leyes que rigen en Uruguay, agradezco que me lo indiquen en los comentarios.
Este artículo ha sido motivado por la publicación de Marcos Taracido: «Cultura libre y propiedad intelectual» y los comentarios que ella suscitó en Libro de Notas.
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