Quizás el 2015 pase a la historia por haber sido el año en que la poesía se vendió. Aquello de que “la poesía no se vende porque la poesía no se vende”, ingeniosa tautología del argentino Guillermo Boido, ya no será moneda de consolación para poetas que publican libros para que los lean sus amigos, los críticos literarios u otros poetas.
En España, al día de hoy, hay por lo menos 5 o 6 poetas que están vendiendo sus libros de poesía de a miles. Además de tener canales de youtube, blogs, tumblres, twitter, facebook donde han generado audiencias multitudinarias tienen vidriera en las librerías. Recitan sus poemas en festivales a los que acuden espectadores por centenares y compran allí sus libros. Sellos portentosos de la industria editorial mejor aceitada, como Planeta o Espasa, han creado colecciones para publicarlos. Periódicos de gran tiraje han incorporado a sus sesiones de “Los libros más vendidos” una columna para la poesía. Firman con seudónimos como Defreds, Marwan, Rayden, Loreto Sesma y se prestan a colaborar con otros poetas en ciernes. Y venden. Venden muchos libros. Están vendiendo la poesía.
—¿Pero es poesía?
—Sí, es poesía
—Ah, ¿pero es de malísima calidad?
—Sí, también. Como tanta de esa otra que se publica y no se vende.

Sección de poesía en la lista de los libros más vendidos del suplemento El Cultural, del diario El Mundo.
El fenómeno no debería sorprender. Hasta mediados del siglo XX, la poesía fue un género popular que llamaba la atención de multitudes: ¿qué decir sobre los homenajes a Juana de Ibarbourou a finales de los años 30, o los conciertos de payadores que llenaban estadios en Cuba por los 40, o las multitudes de lectores que fueron a esperar la repatriación de los restos de Amado Nervo en 1919? La poesía, entonces, era un género literario cercano a la gente, y la gente la leía, la recitaba de memoria, la encontraba en los diarios y revistas, la escuchaba en discos de pasta. Algunos autores también supieron venderla de a miles, incluso después de los años 60, cuando la poesía, a caballo de las subculturas pop, fue todo un movimiento juvenil cercano a la canción y al rock. Incluso Mario Benedetti, hasta no hace tanto, tuvo sus miles de seguidores y vendió sus ciento de miles de libros a un lado y otro del mundo hispanohablante, ¡y eso sin tener cuentas de twitter ni de Facebook!
Pero lo cierto es que la poesía, que se fue desarrollando y evolucionó como un género literario cada vez más sofisticado, cada vez más cerrado sobre sí mismo, cada vez más autorreferente, y por ende, cada vez más para un núcleo exclusivo de lectores muy enterados, con el tiempo (los últimos 40 años, por decir algo) se volvió incomprensible y lejana para el común de los mortales. «La poesía no se entiende», suele escuchar uno en conversaciones familiares o en charlas durante la cola para entrar al cine. Y uno entiende a los que no entienden. (Por cierto, a la novela y al cuento les sucedió algo parecido: la literatura más sofisticada, la que en términos estrictamente literarios asume y manifiesta una mayor calidad (vale decir: evaluada y criticada en función de las propias pautas y criterios del arte literario), esa literatura, sea cual sea su género, se encuentra cada vez más lejos de las mayorías de lectores pedestres.)
La anterior situación de orfandad de la poesía, claro está, no podía durar mucho en el actual mundo de las telecomunicaciones. Mientras que con las novelas no hubo un corte tan abrupto (al costado de las obras de autores como Thomas Bernhard, Pynchon o Sebald siempre hubo novelas que se vendían a cantidades, ¡ah, los dichosos bestsellers!, y satisfacían la necesidad del discurso narrativo) con la poesía sucedió que ese corte abrupto dejó vacante la satisfacción de las necesidades de un discurso lírico: un discurso que, en algún sentido, diera cuenta de las vicisitudes emocionales y sentimentales del yo autobiográfico, y satisficiera sus pretensiones expresivas más o menos aggiornadas.
Me dirán que las canciones lograban eso de alguna manera. Y es cierto. Pero todos sabemos que no es lo mismo leer en silencio y reflexionar sobre lo leído, que escuchar una canción y cantarla; no es lo mismo, si de lo que se trata es de dar cauce a la reflexión calmada. Así que al menos esa parte de la dialéctica lírica quedaba sin nutrientes en la forma de libros. Me dirán que los poemas de Benedetti, o los libros de poesía de los autores de la “nueva sentimentalidad”, o los libros de cantantes como Sabina bien que podían cubrir esa necesidad. Y también es cierto. Pero sabemos que hoy en día los caminos de la construcción autobiográfica del yo se procesan de maneras que, en cierto sentido, se alejan de las formas en que se construían cuando Benedetti escribía o cuando Sabina todavía tenía voz. En los últimos 20 años, el desarrollo de las nuevas tecnologías de las comunicaciones han dado a luz (o mejor dicho: han dado pantalla) a modalidades de construcción del yo superficiales, instantáneas, discontinuas, dinámicas, flexibles y muy maleables. Modalidades que requieren de un discurso lírico que esté a esa “altura”, en ese plano. Un discurso lírico, por así decirlo, “memético”.
¿Qué quiere decir eso de “memético”? Es un tipo de discurso que responde al juego interactivo de los memes, y al modo en que estos se propagan por las redes de comunicación. Del término (la entrada en la Wikipedia da cuenta de él) me agrada eso de que conjuga memoria y mímesis, o sea, que reproduce una tradición, o incluso, más específicamente, una información cultural de carácter intergeneracional, y que lo hace a través de prácticas imitativas entre pares. Esto, en internet, se manifiesta en la sobreabundancia de publicaciones compartidas con imágenes o máximas: Batman golpeando a Robin y diciéndole que se deje de hacer tal o cual cosa; las frases proverbiales de Paulo Cohelo; las fotos de famosos con una humorada en letras mayúsculas, los dichosos powerpoint… Mensajes superficiales, de rápida amplificación, que permiten a los usuarios decir algo que estaban queriendo expresar, pero que no sabían cómo.
Dados estos ambientes o entornos virtuales, y dadas las necesidades líricas, históricas y humanas, demasiado humanas, el surgimiento de una poesía memética es perfectamente comprensible en la actualidad. Y también será comprensible la baja calidad de esa poesía, si fuera el caso que se la quiera juzgar en términos estrictamente literarios (como aquí, o como aquí).
La lectura de un conjunto de poemas de estos autores superventas, que saltaron de las redes a los libros por gracia de un atento seguimiento que las editoriales hacen en las redes sobre todo lo que se mueve (o se «megustea»), nos hace pensar que todos estos fenómenos comunicativos no soportan del todo bien la crítica literaria. Y seguro que a los autores de esos libros el asunto los tiene sin cuidado. Ellos, así como sus audiencias, van a su bola, y poco les importa si lo que dicen y escriben ya fue dicho o escrito antes con una calidad poética superior (en eso, los autores son tan adolescentes como su lectores). A ellos les interesa la proliferación del meme, su expansión, la multiplicación viral de las audiencias. Supongo que les reconforta el aspecto económico del asunto, sobre todo cuando se lo han currado, pero no creo que sea esa la fuente de motivación última, que a mi entender estará dada, fundamentalmente, en el mero intercambio memético y no tanto en el plano comercial (cosa que sí le interesa a las editoriales que descubrieron el filón, obviamente), y mucho menos en el literario.
En todo caso, para quienes nos dedicamos a la promoción de la lectura literaria y de la creación literaria, y muy especialmente para quienes hacemos estas cosas de cara a la infancia y la juventud, lo que nos pondrá a discutir frente al fenómeno de esta oleada de poesía adolescente (como la define Marcos Taracido) son otros asuntos extra literarios. Otros asuntos que pasan por decidir si le damos la bienvenida al fenómeno, porque de última se trata de material de lectura que agrada a los adolescentes, o si lo repudiamos, porque de primera su calidad está lejos de lo literario y no pasa de un discurso sentimental cursi, superfluo, vano, almibarado, masificado… En todo caso, la actitud de repudio o la de recibimiento amable del fenómeno por parte de los que “estamos en el mundillo” se considerará fundamentalmente en relación con el asunto de si las lecturas de estos libros conducen luego a la lectura de una poesía de mayor calidad, o no.
Marcos Taracido propone en la nota antes citada algunas cuestiones en favor de darle la bienvenida al fenómeno. Y hoy quiero discrepar con él en un par de puntos de los que considera. Dice Marcos que 1) “Estos adolescentes jamás leerán otro tipo de poesía sin ser obligados”; 2) “Es su poesía: la escogen ellos, llegan a ella a través de los círculos de amigos o redes sociales, no es impuesta por docentes o adultos que les dicen lo que es bueno y lo que no”.
El argumento de Marcos, como vemos, es un argumento que se apoya en la libertad de elección. Pues bien, dudo de tal libertad. La elección libre de una lectura ha de ser una elección informada, y en cuestión de literatura, eso implica la elaboración autónoma de un gusto. Cuanto más autónomo sea el gusto, y cuanto más informada sea la elección, más libre será.
Estoy de acuerdo en las bondades de que un niño, una niña, un adolescente o una joven elijan sus libros. A diario, en la librería, me enfado cuando los padres imponen a sus hijos un libro, incluso pasando por encima de lo que eligieron los pequeños: entre otras razones, porque no siempre se cumple que la elección de los padres (o de los maestros o de los profesores de literatura) sea muchísimo más formada e informada que la que hacen niños y niñas en la librería. Pero lo anterior, más allá o más acá de si los adolescentes elegirán leer algún día algún otro tipo de poesía, una poesía que no sea una cima (o una sima) de cursilería, nos conduce a pensar qué estamos haciendo los promotores de la lectura, sea cual sea el lugar que ocupamos, a favor de crear entre las nuevas generaciones un gusto literario autónomo.
Las grandes editoriales, por lo pronto, y basta mirar catálogos y tapas de libros, tienen un plan muy bien diseñado (gráfico, estilístico y memético) que va en dos direcciones: desde el bestseller adulto a los libros para bebes, y desde los libros para bebes hacia los besteseller para adultos. En las dos direcciones, las líneas estéticas (o anti-estéticas) son coherentes y no dejan ningún flanco al azar: diseñan con rigor un criterio y un gusto estético que se expresa con una fealdad contundente en las tapas, las contratapas y el interior de los libros dirigidos a las distintas edades de ese otro “camino lector unidimensional”. Entremedio, hay toda una oferta de lecturas infantiles, adolescentes y juveniles que tienen en la cursilería su punto de anclaje. Que ahora incorporen la poesía (o bien este sucedáneo memético al uso de las redes adolescentes) no debe llamar la atención. Sus asesores editoriales y de marketing saben lo que quieren, saben cuál es el gusto de los lectores que quieren reforzar y multiplicar, y no le hacen asco a las críticas sesudas, mejor o peor informadas. Las editoriales grandes saben, de última, cómo imponer-una-elección-no-obligada (valga la paradoja).
Pero el argumento de Marcos Taracido, al final, manifiesta escepticismo respecto de la tarea de formar gustos literarios autónomos. Su discurso me suena a retirada. Y conste, sé que Marcos hizo y hace (y seguramente hará, como tantos otros) mucho a favor del desarrollo de un gusto literario autónomo entre las nuevas generaciones. El tema es que todo lo que se hace (que para algunos es mucho, y supone un gran esfuerzo personal) parece poco a la hora de enfrentarse con las conclusiones a las que uno arriba cuando considera la máxima de Sánchez Ferlosio: «…primero llega la Fealdad, luego la Estupidez y finalmente la Maldad”. Todo lo que se hace parece poco cuando percibimos que ese camino que arranca en la fealdad, mal que nos pese, a esta altura, resulta un camino ascendente y en espiral, y no tiene nada que ver con el salto desde un poema cursi a un poema de Quevedo, de Pessoa, de Auden o de quien te guste a vos.
En fin, no le doy la bienvenida al fenómeno, pero tampoco me quita el sueño. Sé que hay un trabajo por hacer en el campo de la promoción de la lectura literaria, que es un trabajo que se hace entre muchos, que es un trabajo que se hace en distintos niveles, que es un trabajo en el que, más allá o más acá de las listas de los libros más vendidos: algo siempre queda. Y de última, que cada uno lea lo que quiera, o lo que pueda.