Un día analógico: entrevista en La Diaria

A raíz de la nota que publiqué aquí sobre la situación de la LIJ actual, sobre el vínculo entre ilustradores y escritores y sobre otros temas relacionados, el periodista de la sección cultura de La diaria, José Gabriel Lagos, me entrevistó para ese periódico. Esta es la nota que salió publicada el lunes 30 de julio.

Entrevista en La diaria

Entrevista publicada en La diaria el 30 de julio de 2012

Lo que no entra por los ojos

El escritor Germán Machado cuestiona el rumbo de la literatura infantil y juvenil.

A principios de mes publicó en su blog un post titulado “¿Vamos los escritores a dejar la literatura infantil en manos de los ilustradores?”, que desató un atendible debate entre autores locales. Germán Machado (Montevideo, 1966) ha escrito poesía (Artes adivinatorias, Hendiduras, Hemograma completo), narrativa (El devorador de paisajes) y, por supuesto, literatura para niños, tanto en narrativa (El secreto de los Greenwall, Zipisquillas, Tamanduá killer) como en poesía (Ver llover, Garabatos y ringorrangos, La octava cerradura), que publicó en nuestro país, España y Argentina. El escritor accedió a dialogar con la diaria sobre lo que vertió en su blog.

-En tu post afirmás que lo visual estaría primando sobre lo textual en la literatura infantil por dos caminos: por un lado, las editoriales buscan entrarles más fácilmente a sus compradores a través de los ojos; por otro lado, estamos en una cultura en la que desde hace décadas prima lo audiovisual. ¿Te parece que el fenómeno está especialmente acentuado en nuestro medio?

-Mi post, en lo que refiere a los aspectos editoriales, considera una situación más global, que incluye básicamente a España y a Argentina, que son los medios que más conozco, además del uruguayo. En cuanto al predominio de lo audiovisual, es un fenómeno global. Las nuevas generaciones codifican y decodifican con más facilidad el lenguaje audiovisual que el escrito o el literario. En nuestro medio, en lo que refiere a los libros de literatura infantil y juvenil, hay dos situaciones paralelas: la de los libros que se hacen acá y la de los libros que se importan. En la de los libros que se hacen acá, cada vez se pone más cuidado en el aspecto visual (diseño e ilustraciones). Esa tendencia ya estaba presente en el resto del mundo, que es de donde nos venían los mejores libros ilustrados: de España, Argentina, México, Venezuela. Pero si vamos al punto específico de los libros para más chicos, considero que en Uruguay, y a nuestra escala, se da algo de lo que sucede en otros países. Pienso en el caso de una autora como Susana Olaondo, que debe de ser una de las que tienen mayor presencia en el mercado de literatura infantil y juvenil local, y que atiende a esa edad, la de los prelectores, menores de siete u ocho años. Ella prefiere identificarse como ilustradora antes que como escritora. Para ella el lenguaje visual tiene más importancia que el escrito. Lo digo sin hacer ningún juicio sobre la calidad de sus textos. La apuesta por sus libros fue fuerte de parte de su editorial. Su obra tuvo y tiene muy buena acogida en el público. Si voy a ponerme a criticar la calidad de los textos en la oferta de libros ilustrados, prefiero considerar los libros de autores extranjeros, que son bestsellers globales, que dibujan muy bien -aunque a veces respondiendo a muchos clichés-, incluyen ilustraciones muy vistosas, dispuestas en unos libros muy costosos, grandes, sofisticados, con mucho diseño de imagen, presentes en tres o cuatro formatos distintos, pero que se meten a escritores y lo que escriben es muy malo o, en el mejor de los casos, es completamente prescindible. Por suerte, también hay muy buenas propuestas de libros que vienen del exterior, de autores actuales que escriben e ilustran sus libros y hacen maravillas: pienso en Isol, en María Wernicke, en Roger Mello.

-¿Creés que el fenómeno también se da en la literatura juvenil o es más propio de los libros para niños pequeños?

-En Uruguay la literatura juvenil es un fenómeno incipiente y casi que no existe. No debe de haber más de cuatro o cinco novelas escritas para la franja de edad que va del fin de la primera adolescencia al inicio de la juventud (13 a 17 años), que es, además, la franja de edad en la que se pierden más lectores de literatura. Esas novelas no requieren ilustraciones. Otro asunto es el de las historietas, que tienen desde siempre mucho éxito entre adolescentes y jóvenes, justamente, por el predominio de la imagen. Ahora ha surgido la oferta de las novelas gráficas, que por lo general son adaptaciones de cuentos de autores clásicos ilustrados o adaptaciones de novelas clásicas. Me parece que está muy bien eso cuando se lo hace con cuidado. Pero aquí, de nuevo, pienso que la cuestión es hacer buena literatura. Un autor como Camilo Baráibar escribió la que para mí es una novela prototípica de lo que sería la literatura juvenil uruguaya: Médanos. Muy buena literatura. Sin embargo, tuvo dificultades para seguir trabajando en esa línea. Y es que el problema ahí es otro, no tanto el de la imagen sino el de los mediadores y el de las apuestas editoriales. Como la literatura juvenil no ha prendido, tampoco hay escritores haciéndola con rigor. En cuanto se vea que hay allí un terreno fértil, cuando las editoriales apuesten más en esa dirección, surgirán escritores para cubrir ese campo. Esperemos que con la misma calidad que tiene la novela de Baráibar.

-El año pasado decías en estas páginas que te llamaba la atención la falta de libros de poesía para niños y de libros-álbum.

-Por suerte han cambiado algunas cosas en lo que refiere al libro-álbum. Hubo una apuesta por parte de editoriales locales, como Banda Oriental, que sacó una colección con cinco títulos, o Fin de Siglo, con un par de libros, la aparición de Criatura Editora, con algunos títulos, y se mantuvo el trabajo de las editoriales extranjeras con sede aquí, a pesar de la crisis en las casas matrices. De todos modos, sigue habiendo un déficit en la elaboración de propuestas de calidad en lo que refiere a libros que articulen texto e imagen. Se hacen cosas buenas, pero pocas. Con la poesía la situación es diferente. Está generalizada la idea de que no vende y está generalizada la idea de que la poesía no gusta a los niños: hay algo de verdad en ambas ideas, pero allí lo que falta es un trabajo muy grande de mediación. Mientras los adultos no lean poesía, los niños no la leerán y las editoriales no la editarán, o la editarán muy poco. No obstante, en mi experiencia personal, cuando un mediador preparado acerca la poesía a los niños, ésta les gusta. Y en todo caso, lo que me interesa hoy día es que se hagan buenos libros, más allá de este género o de aquel otro. Libros bien escritos, bien ilustrados, bien diseñados, bien editados y que se difundan bien para que sean bien leídos. Un libro de poesía para niños hecho así tendrá buena acogida.

-Decís también en tu post que la literatura para niños corre el riesgo de quedar en manos de los ilustradores, lo que la volvería “menos literaria”. ¿Qué te parece que se puede hacer desde afuera de la industria editorial para evitarlo?

-El título de ese post fue una provocación. Escribí el artículo para continuar un debate a propósito de un artículo de la española Ana Garralón que demandaba escritores que escribieran bien, dado que los textos publicados no están a la altura del trabajo de los ilustradores. Mi entrada en el blog termina diciendo que aquí tenemos un grupo de escritores de literatura infantil y juvenil preocupados por hacer buenos libros. Y, por cierto, los escritores no estamos en conflicto con los ilustradores. De hecho, la mayoría de los comentarios en mi blog son de ilustradores uruguayos. Todos muy respetuosos, sabedores de que los problemas mayores de los autores están en las etapas anteriores o posteriores a la de la creación. Pero es cierto que corremos el riesgo de que la literatura pierda calidad. Eso es patente. El acto creativo de leer tiene muchos competidores a la hora del ocio. Para evitar la pérdida de calidad literaria en los libros para niños y jóvenes, los creadores y los editores deben cuidar el trabajo y hacerlo a conciencia, con buenas ideas, con honestidad, preocupados por la obra, por el lenguaje, por los destinatarios. Hacer eso lo mejor posible. Desde afuera, lo que se necesita es formar buenos lectores y en todos los niveles: buenos lectores entre los padres que eligen libros para los chicos, buenos lectores entre los maestros, profesores y bibliotecarios que eligen libros para ofrecer a los estudiantes, buenos lectores en los medios de comunicación y buenos lectores entre los niños. Hay un trabajo de formación que en Uruguay no se está haciendo. La literatura infantil y juvenil no tiene presencia en la universidad y apenas la tiene en los ámbitos de formación docente. No tenemos revistas especializadas. Apenas tenemos ámbitos de intercambio y debate entre creadores y productores, y entre creadores y mediadores. En la última Feria del Libro Infantil y Juvenil se hizo, después de casi una década, un encuentro regional y no fue mucha la gente que se acercó. Quizá sea un primer paso. Pero lo cierto es que nos falta mucho en esa dirección. No es casualidad que la discusión que se generó ahora, y que continúa, haya sucedido en internet. Fue un intercambio entre gente de la literatura infantil y juvenil de España, de Argentina, de México y de otros países hispanohablantes, donde se ven más acuciantes algunos problemas que aquí no se perciben con tanta claridad. Así y todo, la entrada de mi blog tuvo más de 1.600 visitas en 20 días. Y si bien más de la mitad de esas visitas provino de Argentina y de España, me alegra saber que el blog convocó a un buen número de lectores uruguayos preocupados en estos temas. El asunto está arriba de la mesa: ahora hay que ver cómo seguir.

¿Vamos los escritores a dejar la Literatura Infantil en manos de los editores?

En la última entrada de su blog, Ana Garralón se declara sorprendida por lo inesperado que resultó el impacto y las discusiones generadas por su post anterior, titulado “¡Urgente! Se buscan escritores de literatura infantil”. Y retoma alguno de los temas de fondo del asunto. De momento, su búsqueda la llevó hacia los editores y no la acercó a los escritores demandados: démosle tiempo. ¡Que los hay, los hay!, como ya le señalaron en otros blogs  y en algunos comentarios de sus entrada anterior.

El post de Ana está muy bien. Se ocupa de los riesgos que toman los editores a la hora de publicar. Lo hace porque en todo el debate anterior, según ella, afloró una animadversión hacia la figura del editor, como si de él dependiera en exclusividad el actual estado de la LIJ. Para demostrar que los editores no son responsables de toda la situación, entrevista a algunos de los mejores del mundo hispanohablante.

Pero su “encuesta”, hay que decirlo, está un poco sesgada. Casi todos los editores que entrevista tienen una peculiaridad: apuestan a lo que se suele llamar longsellers, o sea, apuestan a libros que se editan para durar en el tiempo de los mercados o, mejor dicho, fuera del tiempo de los mercados. Se trata de libros que se comercializan en un largo plazo, de manera lenta pero continua, y que si no dan pérdidas (ni terminan por quebrar las finanzas del editor) es porque se difunden y circulan por canales extra-mercantiles. Por lo general, esos editores son amantes de los buenos libros, y arriesgan, claro que sí. Yo dejaría con mucho gusto la LIJ en sus manos.

No obstante, la LIJ, el grueso de ella, no está en sus manos, aunque sí lo está gran parte de la mejor que se publica (para esa franja etaria de los prelectores y para ese sub-género que es el del libro ilustrado o libro-álbum).

Yo también me quedé sorprendido por las repercusiones del debate generado por la publicación simultánea, el 4 de julio, de artículos polémicos en el blog de Ana Garralón y en el mío (1600 vistas recibió la entrada anterior, donde continué las reflexiones de Garralón y las llevé por otros derroteros). Y también me quedé pensando en el rol de los editores en lo que refiere a la situación actual de la LIJ.

Hoy quiero responder a la pregunta del título apoyándome, en gran parte, en mi experiencia con el mundo editorial. En los últimos tres años publiqué 6 libros para niños: dos novelas, dos libros de poesía y dos libro-álbumes. De estos 6 libros, dos fueron publicados en España, 1 en Argentina y 3 en mi país, Uruguay. Los 6 libros fueron publicados por distintas editoriales: desde transnacionales hasta editoriales digitales con sistema de impresión a demanda. Eso significa que traté con 6 editores distintos. Distintos y diferentes. Y mis experiencias fueron bien distintas y bien diferentes: con alguno me fue muy bien, con alguno me fue muy mal, con otros ni más ni menos. Pero todas mis experiencias me condujeron a una única conclusión: en el campo de la Literatura Infantil y Juvenil no hay libros sin editores de Literatura Infantil y Juvenil.

Uno puede tener una idea genial, puede escribirla muy bien, puede ponerse de acuerdo con un ilustrador y trabajar la complementación entre texto e imagen para obtener un libro muy bien ilustrado, puede hacer todo eso y mucho más. Pero si en un punto no da con un editor que se haga cargo del libro, está perdido. Y es que un editor agrega al libro algo muy importante: el valor de la edición.

Un buen destino para muchos manuscritos

Del editor depende en gran parte que este no sea el destino de un manuscrito o de un libro publicado.

La edición es, por un lado, un trabajo de cuidado en el texto y en el diseño del arte del libro. El editor es, de algún modo, el primer lector de la obra. Si su lectura es buena puede ayudar a mejorar el libro trabajando mano a mano con el autor. De esa primera lectura y de las segundas escrituras (las re-escrituras de un texto) puede surgir la diferencia entre un libro muy bien publicado y uno mediocre.

Por otro lado, la edición es un trabajo de contextualización del libro: ya en una colección, ya en un catálogo, ya en una época, ya en un contexto cultural de legitimación. En este último sentido, la edición es también un trabajo paratextual, que ubica el contenido del libro (una narración textual, un libro de poesía, un narración visual) en el marco de un tipo particular de libros. Ahí, la subjetividad, el buen tino, el sentido de lo que es un libro bueno o malo para un catálogo bueno o malo, está en las manos (en la cabeza y en el corazón) del editor. No hay vuelta.

Finalmente, el editor es un mediador entre el libro y el lector. Es quien debe hacer llegar el libro al conocimiento del público. Es quien genera “hechos de lectura significativos”, sin los cuales ninguna obra literaria está realmente culminada.

Me podrán decir que un libro puede ser autoeditado por el autor (e insistirán en que las nuevas tecnologías de la comunicación y la información facilitan eso). No lo dudo. Pero acepto la sugerencia siempre y cuando el “auto”, que está ahí de prefijo, implique hacer todas las cosas que hace el editor: si no las hace, la autoedición no es más que un volanteo de contenidos sin mayores posibilidades de acceder al público (teniendo aquí por público ese ámbito de personas que está más allá del conjunto de amigos y familiares más o menos cercanos del autor).

Frente a esto, seguramente, me dirán que autores de mucho prestigio ya se están pasando a la autoedición. Cierto, algunos lo hacen, pero seguramente de la mano de un agente-representante que se hace cargo de todos esos asuntos de la edición, y sobre la base de un prestigio acumulado a lomos de libros analógicos. En definitiva, cuando se habla de autoedición, el término encierra una trampa. La autoedición de libros o es edición o no es nada (y aquí me da igual si el libro es analógico o digital). Y entonces volvemos a lo anterior: no hay libros sin editores.

Me podrán decir que el editor no es más que una pieza en el engranaje de una empresa mercantil y que no siempre puede actuar con libertad de criterio. Que no siempre sus acciones se orientan con arreglo a valores literarios. Tampoco lo voy a discutir. Esa es parte del juego (y de los conflictos que enfrenta un buen editor cuando ocupa un puesto de esos en los que decide la suerte de un catálogo que ya le venía impuesto y al que solo le corresponde ir actualizando, para mejor o para peor). Ahí va en juego su nombre y su personalidad como editor. Que haga lo que pueda, que lo haga lo mejor que pueda, y que se arregle.

Ahora bien, ¿dejamos entonces la literatura infantil y juvenil en manos de lo editores? La respuesta es sí y no.

Sí, en el sentido de que el editor será quien va a canalizar la parte del trabajo literario que empieza una vez que el primer manuscrito de la obra está concluido. No, en el sentido de que los escritores tenemos que desarrollar nuestro trabajo lidiando con la materia prima de cualquier libro de literatura infantil y juvenil: las ideas, las ficciones, los fantasmas, los significados, el lenguaje que exprese eso, la narración, el tono, los incidentes, la trama, los personajes, las figuras poéticas que sostengan eso. Ese es nuestro arte y nuestro oficio en el asunto, como lo fue en las obras de los autores que leímos y que, mediante hechos de lectura significativos, nos introdujeron en este mundo, el mundo de la literatura.

Sí, en la medida en que el editor apueste a generar esos hechos de lectura. No, si lo único que espera el editor como materia prima para sus libros de LIJ son los subproductos, el descarte, el facilismo insignificante de esos contenidos que se leen tan rápido como se olvidan.

En definitiva, que haya buena literatura infantil y juvenil depende de muchas manos: que cada uno eche la suya del mejor modo que pueda, a conciencia de que la clave es buscar hacer buenos libros y formar con ellos buenos lectores.

Lo demás no es literatura.

«Todo sobre un wafle»: novela de Polly Horvath

Esta novela de Polly Horvath es uno de esos libros que cuando lo lees no te deja indiferente.

La historia está contada en primera persona. La narradora es una niña de 11 años, Primrose Squarp, que vive en Coal Harbour, en la Columbia Británica, al sur oeste de Canadá, sobre el Pacífico, cerca de Vancouver. En el primer párrafo de la novela se describe a sí misma rápidamente. Da una información que es muy importante para el desenlace: ella nunca ha vivido en otro lugar. Y también da una descripción sucinta de su aspecto: dice que su cabello “es del color de las zanahorias en glaseado de albaricoque”, su piel es blanca y clara “donde no hay pecas”, y sus ojos son “como tormentas de verano”.

Lo del color de su cabello da lugar a un paréntesis que anuncia que se transcribirá a continuación esa receta de zanahorias en glaseado (cuestión que analizaré más adelante: la transcripción de las recetas). Lo del color de sus ojos va asociado con el segundo párrafo de la novela, donde la protagonista nos cuenta cómo empieza su historia, esta historia:

Un día de junio, un tifón del mar hizo que la lluvia cayera en forma casi perpendicular sobre nuestra casa. El bote de pesca de mi padre tardaba en llegar, y mi madre, que no es de las personas que se sientan a morderse las uñas, se puso su impermeable amarillo y su sombrero, me llevó a casa de la señorita Perfidia y le dijo, “Señorita Perfidia, John está allí afuera en algún lugar, y no sé si su bote podrá llegar a la playa, así que saldré en nuestro bote de vela a buscarlo”. Pues bien, creo que una persona racional hubiera podido decirle a mi mamá que si un bote de pesca grande no podía entrar al puerto con ese oleaje, nuestro pequeño bote de vela ciertamente no lo haría. Pero la señorita Perfidia no era de las personas que pierden el tiempo en chácharas ociosas. Sólo asintió. Y aquello fue lo último que supe de mi madre.

Todo sobre un wafle, de Polly Horvath

Tapa del libro «Todo sobre un wafle», de Polly Horvath (2001)

De este modo, la novela propone el conflicto central de su entramado: ¿recuperará la niña a sus padres? Ella tiene la corazonada de que sus padres están vivos y de que regresarán. No tiene elementos para confirmar esa certeza interior. El transcurso del tiempo (días, semanas, meses) debería jugarle en contra, aunque ella afirma de manera categórica:

Parecían pensar que, a medida que pasaba el tiempo, admitiría que mis padres no regresarían. Pero el tiempo no tenía nada que ver con ello.

(p. 45)

Y desde ese saber intuitivo, el de que sus padres están vivos y regresarán, Primrose comienza a relacionarse con sus pares y con los adultos en una nueva dimensión vital. Su certeza hace que no se sienta mal por la pérdida de sus padres, lo cual extrañará a quienes la rodean. A los distintos adultos con los que le toca interactuar, la niña les pregunta sucesivamente: “¿Alguna vez ha creído usted en algo contrario a la evidencia?”.

Esa no es una pregunta menor ni inocente. No es una pregunta “normal” para una niña de 11 años. Es una pregunta realizada desde un lugar desencajado y que desencaja a los interlocutores, quienes tratan de aferrarse de distintas maneras a sus seguridades inmediatas, más o menos agradables según como son los personajes, y tratan de echar una mano en lo que pueden y creen que deben, más allá de los errores que eso pueda llevar aparejado. Es una pregunta que, por ser formulada desde ese lugar, el lugar de esa ausencia, el lugar de esa fractura, permite ver a los distintos personajes en sus distintas fortalezas y debilidades emocionales y en sus distintas incapacidades (personales y socialmente estructuradas) para lidiar con una niña que atraviesa tales circunstancias.

Porque lo que a Primrose le sucede, en definitiva, es que su vida queda completamente trastocada por el hecho de la desaparición de sus padres y por el hecho de mantenerse firme en su certeza, sin fundamentos, de que ellos regresarán. Su vida se problematiza radicalmente desde su exterior y también desde su interior, y queda suspendida y repartida entre la gente que comienza a hacerse cargo de ella y de sus cosas:

Entonces mi ropa y mis cosas estaban en tres casas diferentes… Esto hizo aún más profundo el estado curioso, desprendido e irreal en el que me encontraba. Ya no vivo en ninguna parte, me dije a mí misma durante uno de mis paseos al muelle a esperar a mis padres. No pertenezco al cuerpo de la vida. Estoy suspendida en sus límites. Floto.

(p.19)

La desaparición de sus padres la lleva a vivir en distintos lugares y con distintas personas mayores. Todo ello regulado por la asistenta social, la consejera Honeycut, que trata de aportar una cuota de realismo alertando a la niña de que sus padres están muertos. Una cuota de realismo de la que la niña no tardará en desconfiar, haciéndola blanco de una ironía finísima:

Tuve la sensación de que la señora Honeycut no sabía ni siquiera de qué problemas estaba hablando -que sólo le agradaba usar la palabra “problemas” y que la usaría cada vez que pudiera deslizarla en la conversación. Algunas personas se aficionan a ciertas palabras. A mí me agradaba solarium, aun cuando resultaba un poco difícil de usar.

(p.108)

Todos los personajes que van apareciendo alrededor de la niña presentan sus curiosidades y sus aspectos más o menos desagradables, y así se van construyendo, en función de esa interacción desencajada de la que hablé antes, tanto los personajes secundarios como el personaje central, el de Primrose, el de la narradora.

Los personajes secundarios son, por lo general, adultos: los niños que aparecen en el relato, compañeros de escuela de Primrose, lo hacen sólo a cuenta de mostrar el hostigamiento que la niña recibe de sus pares, portavoces feroces y desaforados del pensamiento y las voces del mundo adulto, de los cuales se aparta espantada.

Un personaje curioso es el de su tío Jack, con quien va a vivir luego de una estadía en la casa de la señorita Perfidia, que también es otro personaje muy curioso en su vejez delirante. Otro personaje, más curioso aún, es el de la señorita Kate Bowzer, dueña del restaurante La Niña del Columpio Rojo, que por momentos parece ser el sustento más firme de la niña. La curiosidad de la señorita Kate Bowzer está en su trabajo: propietaria del restaurante y cocinera, se destaca en su oficio por la peculiaridad de servir todos sus platos sobre un wafle, seña de identidad y de sustento incomparable de Kate, compartido por la niña con reverencia, que facilita, metafóricamente, el título de la novela.

Y aquí conviene señalar una característica estructural de la novela. En cada capítulo, el personaje menciona una comida particular. Luego de esa mención, nos avisa que transcribirá la receta en una libreta de notas que pertenecía a su madre. La transcripción de las recetas se hace también en el libro, al final de cada capítulo.

Estas recetas, intercaladas capítulo a capítulo, incorporan en el relato, por un lado, un elemento de distensión en una trama que se va haciendo cada vez más dramática. Por otro, incorporan también un elemento poético, pues el listado de ingredientes y la forma en que se sugiere la factura de cada comida tienen en sí un valor poético muy potente: son el modo de poner algún orden allí donde todo parece estar flotando en el aire y de este modo son la manera (poética, sí) de afirmar algo comprensible, donde todo parece incomprensible y sin fundamento.

Finalmente, las recetas tiene una significación particular. Se supone que para crecer todo niño debe recibir alimento. Las metáforas de la nutrición suelen ser trasladadas sin más al orden del crecimiento emocional de los niños. Son apropiadas para ello: son un recurso retórico muy válido. En esta dirección, que el propio personaje sea quien se hace cargo de fijar y de ordenar su trayectoria nutritiva nos habla, metafórica e irónicamente, de una niña que de forma autónoma se irá haciendo cargo de su propia experiencia, de recetar su propio devenir y de cocinar su propia formación.

Una niña que llegará a ser quién deba ser luego de asimilar experiencias y aprendizajes como este:

Mi mamá también fumaba, pero supongo que ya ha debido dejar este hábito, una de las ventajas del naufragio. Yo solía perforar los cigarrillos con un alfiler porque había leído en alguna parte que eso impide que el fumador inhale el humo. Lo hacía porque no quería que le diera cáncer de pulmón y muriera pero, cuando descubrió que era yo quien lo hacía (y lo negué tanto tiempo como pude), se enojó mucho y no la conmovió para nada mi preocupación. Y luego sucedió aquello de la tormenta, así que supongo que en realidad no podemos proteger a la gente. O si la protegemos de una cosa, luego viene otra.

(p.72)

Una niña que llegará a ser quien pueda ser (incluso luego de sufrir accidentes y lesiones severas en el transcurso de los seis meses en los que transcurre su historia) luego de asumir sensaciones y emociones como esta:

Más tarde, mientras permanecía acostada en la oscuridad, mirando la única estrella que brillaba por la ventana, con el pie adolorido, ligeramente descompuesta por haber comido demasiados chocolates, y preocupada por la forma como me molestarían en la escuela si corría el rumor de que era suicida, sentí una corriente de alegría. No sabía de dónde provenía esa alegría. No parecía necesitar padres o diez dedos de los pies o las cosas que creemos que necesitamos. Parecía tener una vida propia.

(p. 103)

Una niña que forjará “un sentido de sí misma y de los demás”, incluso allí donde nadie parece tener mucha idea de qué puede llegar a significar eso.

En esta última dirección, esta novela se puede leer también como una novela de aprendizaje e iniciación, una bildungsroman. Una novela que termina, incluso, transmitiendo un saber fuerte por parte de un personaje que, tal como se nos presentaba en el primer párrafo, vivió siempre en el mismo lugar, en ese pueblo canadiense, en Coal Harbour, y que, sin embargo, puede terminar afirmando tajantemente:

Toda mi vida había deseado viajar, pero lo que descubrí aquel año es que las cosas que descubres se convierten en los lugares a los que viajas, y que en ocasiones los encuentras sólo cuando te quedas sola. Otras veces, es la gente que decide permanecer a tu lado la que te da las pistas. Pero las cosas importantes que te sucedan sucederán incluso en el lugar más pequeño, como Coal Harbour.

(p.185)

Agradezco a Natalia Méndez el haberme acercado y facilitado la lectura de esta autora. Todo un descubrimiento, en esta obra, la escritura audaz y firme de Polly Horvath. Alguien a quien seguro volveremos a leer, más allá de las dificultades que pueda significar por estos lares el acceso a sus libros.

Contratapa del libro "Todo sobre un wafle"

Contratapa del libro «Todo sobre un wafle», de Polly Horvath.

Ficha bibliográfica:

Título: Todo sobre un wafle (novela).

Autora: Polly Horvath

Páginas: 190

Año de publicación: 2001

Traducción: Magdalena Holguín

Ilustraciones: Daniela Violi

Edición: Grupo Editorial Norma, Colombia, 2002

Edad sugerida: A partir de 11 años

Un libro, un abrazo

Recibo un correo de Sergio López Suárez con esta noticia, de la que soy parte, y la transcribo aquí (añadiendo algunos enlaces):

«Un libro, un abrazo» es un emprendimiento de la Secretaría de Gestión Social para la Discapacidad de la Intendencia de Montevideo. Tiene particular importancia porque constituye una oportunidad de empleo para jóvenes en situación de discapacidad. Ellos son quienes comercializan los libros y con estas acciones se difunde cultura uruguaya a precios accesibles. Es un programa que resulta de la articulación con la Biblioteca Nacional, Organizaciones de la Sociedad Civil y la Editorial Banda Oriental. Es ejecutado y coordinado simultáneamente por las Intendencias de Canelones y Maldonado.

«Un libro, un abrazo», por suerte, ha funcionado muy bien desde hace algunos años editando títulos y poniéndolos a la venta a través de personas con diversas discapacidades (la gran mayoría muy jóvenes) al precio de 30 pesos (NdE: el equivalente a un dólar y medio). Un porcentaje de lo recaudado (aproximadamente la mitad) le queda como ganancia personal a estos vendedores, y el resto vuelve a un fondo para nuevas ediciones (los autores ceden su ganancia). Con cada título se publican 5.000 ejemplares en casi todos los casos. Los resultados son óptimos y de diversa índole, entre otros: difusión de autores, accesibilidad económica a esta literatura, e integración de personas discapacitadas, muchas de las cuales no encuentran otro contexto laboral.

A partir del año pasado se han integrado Canelones y Maldonado a Montevideo. La idea es ir sumando otros departamentos del interior que coordinen desde sus intendencias ONGs que trabajen en áreas similares.

Los autores publicados hasta la fecha son muchos: Delmira, María Eugenia, Juana, Bartolomé Hidalgo, Florencio Sánchez, de Mattos, Henry Trujillo, Mario Delgado, etc. y etc. Se ha publicado también un libro con literatura juvenil donde participaron: Magdalena Helguera, Gabriela Armand Ugon, Adriana Cabrera y Sebastián Pedrozo.

Este año se editarán tres títulos: una antología de Rubén Lena, otro con crónicas de El Hachero, y uno con literatura infantil creada por los siguientes escritores: Virginia Brown, Natacha Ortega, Sergio López, Germán Machado y Fabio Guerra. Por iniciativa del grupo iluyos (Ilustradores uruguayos de literatura infantil) también contribuirán con sus ilustraciones para los cuentos Matías Acosta, Juan Manuel Díaz, Lucía Franco, Augusto Giussi, Sebastián Santana, Alfredo Soderguit y Denisse Torena.

¿Vamos los escritores a dejar la Literatura Infantil en manos de los ilustradores?

Hace un tiempo le dije a una amiga, que está inserta en el mundo de los libros, que estaba por escribir una entrada para mi blog con el título que lleva esta que ahora publico. Ella se sonrió y me dijo: no lo hagas, no cargues contra los ilustradores. Y eso, viniendo de ella, era toda una advertencia.

Como suelo evitar meterme en problemas y como no era mi intención cargar contra nadie en particular, dejé el asunto detenido. Pero hoy, luego de leer la entrada que publicó Ana Garralón en su blog, titulada «¡Urgente! Se buscan escritores de literatura infantil«, tomé coraje y aquí me leen.

Ana Garralón observa que en la LIJ actual (fundamentalmente en la dirigida a los niños más pequeños, de prelectores a niños de 8 años) hay una discordancia muy grande entre la calidad de las ilustraciones de los libros (muy buena) y la calidad de los textos literarios que las acompañan (mala en general). Por otra parte, Garralón señala la superabundancia de reediciones de cuentos clásicos, que ella atribuye a una apuesta editorial que sabe que tiene a mano buenos ilustradores pero no cuenta con textos lo suficientemente atractivos para que estos trabajen. Su diagnóstico es fulminante: «hay crisis de escritura»; «los escritores no están a la altura de los tiempos»; para escribir bien hay que saber narrar y los escritores no saben hacerlo; los escritores no logran con sus recursos narrativos cautivar a los lectores pequeños… como se puede apreciar, no es una crítica liviana.

En el resto del artículo, hace una serie de recomendaciones a los escritores, o promitentes escritores, para que se hagan con algunos libros que podrían funcionar como manuales sobre cómo escribir bien o cómo desarrollar una historia. Esta última parte me parece secundaria frente a sus aseveraciones iniciales y no la consideraré aquí. En fin, que prefiero quedarme con el diagnóstico y no con el tratamiento sugerido.

Lo que me interesa, de su artículo, y de la situación planteada, es ese comportamiento del mundo editorial (y de la sociedad en general) respecto de la relación entre textos e imágenes. En el presente, es bastante evidente en los libros destinados a la edad que repasa Garralón, los textos habrían quedado en un lugar secundario frente a las ilustraciones. Sospecho que eso se debe, en gran parte, a las exigencias del mercado: a la hora de vender/comprar un libro, seguramente el vendedor/comprador prioriza la imagen. Y es que en nuestro mundo actual la imagen ha cobrado primacía frente a otras formas de comunicación. El diseño se impone por sobre la función. Un libro bien empacado (cuatro tintas, tapa dura, completamente ilustrado) tendrá más posibilidades de venderse que un libro bien escrito. Lo mismo sucede con los jugos de fruta, claro: el sabor no vende primero, sino el packaging (el embalaje, vamos).

Pero quizás eso no sea todo. Días atrás, Marcos Taracido soltaba en su columna de Libro de Notas una tesis temeraria:

Nuestros padres tenían como único modo de acceso a la cultura (a la burguesa, se entiende, a la cultura intelectual) la lectura; nosotros seguimos teniendo, mientras crecíamos, la lectura como el principal recurso (por prestigio, pero también por tradición heredada y por inercia), aunque buena parte de nuestro tiempo ya lo dedicamos al audiovisual. Nuestros hijos aprenden visualmente y la lectura es ya para ellos un anexo, un lujo, una extravagancia con la que juegan más o menos, pero accesoria…

La lectura, la lectura atenta, la lectura que busca oír la voz de un escritor que cuenta una historia, la lectura que al decir de Gadamer es ese “oir interior el hacerse sonido del lenguaje”, esa disciplina, seguramente se ha desvalorizado como bien cultural y, tal vez, en gran parte, como práctica de apropiación social e individual de la cultura. Sin casi darnos cuenta, en el curso de tres generaciones, la lectura habría pasado de ser el único modo de acceso a la cultura a convertirse en un lujo extravagante. Esta es una tesis temeraria, sin duda, y por lo tanto, una tesis más propensa a señalar una tendencia que una realidad consolidada.

Migración lectora (ilustración de Catia Chien)

Migración lectora (ilustración de Catia Chien)

No obstante, es cierto que en el curso de cincuenta años, el lenguaje audiovisual ha pasado a ser el dominante frente al lenguaje escrito y al lenguaje literario. Las posibilidades de que un escritor invente una buena historia, la escriba bien, con un lenguaje cuidado y refinado, con una voz definida claramente, con procedimientos estilísticos más o menos innovadores y adecuados a la realidad actual, con una idea precisa (y preciosa) de lo que quiere decir y cómo: esas posibilidades se reducen porque, de última, el entrenamiento para desarrollar ese arte y ese oficio no está socialmente valorado como antaño. Escribir una buena historia, así como escribir buena poesía, es algo que va a contracorriente de estos tiempos en los que no es lo usual ir a contracorriente, o al menos, es algo que no da crédito ni espacio en las industrias culturales, donde lo que da crédito y espacio es, básicamente, lo que se vende. Escribir para que el lector logre «disfrutar de una experiencia inusual en cada libro», como pide Ana Garralón, se va haciendo cada vez más costoso en lo que refiere a las inversiones personales que debe hacer el escritor (y el editor, claro, el buen editor), y cada vez rinde menos en lo que hace a los beneficios que se puede obtener de ello.

Por ahí, un texto sencillo, escrito sin muchos esfuerzos literarios, forjado sin grandes aspiraciones, que llegado el caso consiga hacerse de unas «bonitas ilustraciones», pues ya es suficiente, y seguro que es más fácil de colocar en el mercado editorial, así que ¿para qué tanto desgaste? Si la literatura para niños va a quedar en manos de los ilustradores, que se hagan cargo y punto. «Escribí algo más fácil», me han sugerido más de una vez. “Jamás vas a ser un best seller”, me llegaron a advertir en otras tantas ocasiones. No son mensajes alentadores.

Así y todo, hay que señalar que los ilustradores no trabajan en el vacío. Ellos también necesitan buena poesía y buena narrativa para poder desplegar una buena obra. Y si esta no se cultiva: ¿será que vamos camino a un cuello de botella donde ya no se podrán escribir (y publicar) más que adaptaciones de adaptaciones de adaptaciones de textos del folclore del siglo XVIII o anterior?

Voy a traer aquí una anécdota que considero que pone de manifiesto lo del cuello de botella ese, a la vez que aporta una revisión sobre lo que antes fue dicho no sin cierta ironía.

En el Primer Encuentro de Escritores e Ilustradores de la Región, que tuvo lugar en Montevideo hace cuestión de un mes, estuvo presente Istvansch. Considero que su intervención en el encuentro fue muy buena, pero que derivó en eso que en filosofía se nombra como una «contradicción preformativa«: lo que dice el discurso niega lo que se está intentando sostener en el mismo discurso (o dicho de manera más técnica: «un acto de habla que en su propia actuación produce un significado que reduce aquél otro acto que intenta realizar», tal como lo explicita Judith Butler).

Istvansch hizo una defensa muy informada y bien argumentada sobre la importancia de la ilustración en los libros para niños. Su ponencia apuntaba a reforzar la idea de que en un libro ilustrado, los ilustradores también son autores. Una discusión que en Argentina se dio hace veinte años, pero que aquí en Uruguay los ilustradores han tenido que promover con fuerza en los últimos tiempos para defender su lugar en la industria editorial.

Estoy bien convencido de que los ilustradores son autores: no es a mí a quien deben aclararle eso. La campaña que en esa dirección llevan adelante los Iluyos (ilustradores de literatura infantil uruguaya) me parece pertinente (si bien, lo dije en algún momento, me molesta hacer del símbolo del Copyright, ©, una bandera: cuestión que en todo caso refiere al tema de la propiedad intelectual, que ahora no viene al caso, y no al rol creativo del ilustrador).

Pero Istvansch, que a su modo vino a apoyar esa campaña y a aportar la experiencia argentina sobre el punto, no es solo un ilustrador de libros para niños. Es mucho más: es un escritor, es un diseñador, es un editor, es un meticuloso lector y es una persona que sabe muy bien la importancia que el texto tiene en un libro ilustrado. A tal punto lo sabe, que terminó su participación en dicho Encuentro, por cierto muy histriónica y muy amigable, haciendo lectura (y mostrando) un libro-álbum de su autoría, ¿Has visto?, en el cual el texto es la clave para su construcción como obra literaria.

¿Has visto? de Istvansch

Tapa del libro ¿Has Visto? de Istvansch, Editorial Del Eclipse, Argentina, 2006.

En cada doble página de ese libro se veía un fondo de color (rojo, verde, amarillo, etc.) sin ningún añadido gráfico (ningún dibujo: solo el texto, la letra). De hecho, si descontamos el cuadro de color pleno, no había ilustraciones en ese «libro ilustrado» (lo cual resulta una atractiva paradoja). Y el texto apuntaba a señalar todo lo que podía llegar a verse oculto detrás de ese fondo de color plano: muchas cosas, muchas situaciones. El texto interactuaba con el fondo de color en un juego en el que la ausencia de imágenes hacía una apuesta fuerte a la imaginación del lector: imaginación desatada, pura y exclusivamente, por lo leído (oído) en el texto. Ese libro, de última, más que una reivindicación de la ilustración, era una reivindicación del poder literario de un texto que, tematizando la cuestión de la ilustración ausente/presente, apunta directamente al oído de la imaginación y no a la vista: y supongo que fue escrito, diseñado, y montado a tales efectos.

La anécdota viene a cuento para afirmar que sin buena literatura, sin buenas historias, sin buenas ideas, sin editores que atiendan a la calidad literaria de los libros, seguramente la LIJ terminará en manos de los ilustradores (en el mejor de los casos), tal como parece diagnosticarlo Ana Garralón. Seguro que no estará en malas manos, si vemos la calidad del trabajo que desarrollan hoy día. Pero lo que sí sucederá, aunque no lo queramos, es que la literatura para niños será cada vez menos literaria.

Me consta que en Uruguay (como en Argentina, en Brasil y en casi todas partes) hay escritores de literatura infantil, de buena literatura infantil, que están preocupados con que esto último no suceda. Y es que los escritores no podemos desentendernos así como así de esta situación, aunque implique un esfuerzo extra, y aunque ese esfuerzo «no garpe», como dice un editor porteño amigo.