Seguro que mis lecturas de infancia no me convertían en eso que suele llamarse un “lector voraz”. En todo caso leía lo suficiente y con ganas, y lo hacía a dos ritmos: el ritmo de la escuela, durante el período lectivo, y el ritmo del verano, durante la época de vacaciones. Entre salir a jugar o leer, yo prefería jugar. Entre participar de una conversación o leer, yo prefería conversar. Pero leía, sí, y lo hacía con gusto, en cualquiera de los dos ritmos que se me imponían.
En el período lectivo, mis lecturas eran las dadas en clase. Leía lo que tocara. Y como en mi casa siempre hubo biblioteca, acompañaba esas lecturas con “materiales complementarios”: revistas de divulgación, textos enciclopédicos de historia, de geografía, de ciencias. Seguro que también se colaron por entonces cancioneros, libros de poesía y algún libro infantil, de los pocos que se editaban en aquella época. Ese ritmo de lectura me disciplinó como lector. Una disciplina que acepté y asumí de manera más voraz en mi adolescencia y juventud.
Las lecturas del verano, en cambio, eran otras. Era el tiempo de las novelas: Salgari, Kipling, Dumas, Dickens, Cooper, Stevenson, Twain… Y el de las historietas, que sólo eran admitidas en esos días tórridos, a la sombra de la siesta.

El Bosque, enero de 1974.
Con mi familia veraneábamos en El bosque, que por aquella época era un balneario en el kilómetro 22 de la Ruta Interbalnearia y que hoy día es parte de una nueva ciudad del Uruguay: Ciudad de la Costa, ciudad dormitorio, en los suburbios de Montevideo. El balneario ya no existe; lo fagocitó el desarrollo urbano de mi ciudad.
Y la separación de lecturas era tan tajante que en esa casa de El bosque había una biblioteca especial, donde había muchos volúmenes de la colección Robin Hood, aquellos de tapas amarillas, y unas cuantas revistas de historietas.
Pero Tarzán era otra cosa. Tarzán interrumpía los dos ritmos de lectura, los atravesaba, los solapaba. Los domingos, en el diario El Día, en su suplemento sepia, el familiar, la última página era toda de Tarzán. Y uno esperaba ese día para abalanzarse sobre esa página. Y después estaba el cine Roy, a unas cuadras de casa, donde rigurosamente inauguraban la matiné del domingo con una película de Tarzán. Debo de haberlas visto todas.

La contratapa del suplemento sepia del extino diario El Día, Uruguay.
Hace poco tiempo alguien me hablaba de la novela de Tarzán, la de Edgar Rice Burroughs, posterior a las primeras historietas. Creo haberla leído, pero no estoy seguro de ello. Tampoco me preocupa no haberla leído, porque Tarzán, para mí, más allá de novelas e historietas, tiene la presencia de un compañero de aventuras desde siempre.
Si otros atravesaban espejos para entrar en las fantasías del lector, para encontrar sus fantasmas de lector; si otros se encerraban en armarios para leer tranquilos: yo en cambio prefería ponerme el taparrabos e ir a la selva, lanzarme en lianas colgadas de los árboles, pelear a cuchillo contra la naturaleza, saltar las dunas y correr al río, que en ese balneario era ancho como un mar. En esas aventuras, yo hacía una experiencia de la lectura a la par de hacer una lectura de mi experiencia, la de la infancia.
Luego supe, con Baudelaire, que había otra selva. Luego supe, con Mallarmé, que había otras tribus y que usaban palabras que Tarzán jamás hubiera podido pronunciar. Luego supe, con Borges, que había otros cuchillos. Luego supe, con Saer, que había otros ríos. Y con Marx supe que había otros enemigos. Pero una y otra vez, Tarzán vuelve y me recuerda cómo jugábamos en la infancia, cómo corríamos, cómo nadábamos, cómo leíamos. Ese fantasma no me deja. Su llamado de la selva, a menudo, me reclama. Entonces vuelvo a tomar un libro, y leo.
——————————–
Nota: Este texto fue escrito especialmente para el blog Los niños del Japón. Poéticas de la infancia, que lleva adelante la escritora argentina Alejandra Correa.
Puedes compartir esto en:
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...