“Saltamontes va de viaje»: un Arnold Lobel de paradojas magistrales.

Diversas circunstancias me llevaron en los últimos tiempos a ocuparme de la obra literaria de Arnold Lobel (Los Ángeles, 1933 – Nueva York, 1987). Una de ellas, quizás la más grata, ha sido la reciente recuperación del que para mí es uno de sus libros más significativos: “Saltamontes va de viaje”, publicado por la Editorial Kalandraka.

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“Saltamontes va de viaje”, de Arnold Lobel. Versión original de 1978: Grasshopper on the Road. Para la edición de 2017: traducción al castellano de Pablo Lizcano; traducción al catalán de Maria Luchetti, con el título “El viatge del Saltamartí”; traducción al gallego de Xosé Manuel Lizcano con el título: «Saltón no camiño».

Una edición que se viene a sumar a la publicación, también en 2017, y por primera vez en catalán, de otro de sus libros: “Mussol a casa” (Owl at home, de 1975), publicado por el sello Ekaré, con traducción de Gasol Trullols. Que se suma, además, a la recuperación, en el mismo 2017, de los cuatro libros de “Sapo y Sepo” (Frog and Toad, de 1970, 1971, 1976 y 1979) en el sello Loqueleo, que ofrece las versiones de Pablo Lizcano (de 1979, 1980, 1981 y 1985, respectivamente), publicadas entonces, y por muchos años, en el sello editorial de Alfaguara Infantil. Y que se suma a la recuperación, otra vez por parte de Kalandraka, de “El libro de los Guarripios” (Book of Pigericks, 1983) que en su momento (1995) había publicado la editorial Altea y era imposible de encontrar.

Como se puede apreciar, a 30 años de su muerte, Arnold Lobel continúa muy presente en el mundo lector de lengua castellana y catalana.

¿Por qué este libro en particular me resulta uno de los más significativos del autor? Porque en apariencia se sale de lo que son las características generales y más fácilmente reconocibles de su obra (al menos de esa parte de su obra que ha circulado en castellano, y por la que mejor se lo conoce en nuestra lengua), a la vez que deja ver, quizás con más claridad que en los otros libros del autor, cuál es la clave de su cuentística: la elisión piadosa del carácter paradójico de la vida; eso que, a esta altura, y 30 años después de su muerte, considero que ha hecho del autor un clásico y un maestro de la LIJ contemporánea.

El personaje central del libro, tal como sucede en toda la obra de Lobel, es un animal con rasgos muy humanos: un saltamontes.

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“Este camino me parece bonito –dijo Saltamontes”

Pero la primera diferencia sustancial de este libro respecto de los otros del autor es que no nos remitirá a un universo hogareño, sino que propondrá, justamente, romper con la estrechez y cercanía de ese universo, que es tan propio de Lobel, y lanzarnos a uno de los grandes temas literarios: el viaje.

 “Saltamontes quería hacer un viaje.
«Encontraré un camino –pensó–. Seguiré ese camino adonde vaya.
Una mañana Saltamontes encontró un camino.
Era largo y polvoriento.
Subía por las colinas y bajaba a los valles.
–Este camino me parece bonito– dijo Saltamontes–.
¡Esta es mi ruta!”

Así comienza el libro. Esta es la introducción a lo que será el viaje del saltamontes y los seis relatos que componen el volumen.

Hablar de grandes temas literarios para referir el viaje de un saltamontes puede parecer una exageración, pero tratándose de Lobel se justifica, porque considero que es ese tipo de tensión paradojal lo que el autor quiere remarcar y ofrecernos con esta historia: la aventura y la sustancia humana de un gran viaje puede acontecer en un espacio estrecho y en un tiempo breve. Esta será la primera paradoja oculta del libro, entre otras tantas.

Lo que se relata del viaje, en principio, dura un día. Comienza por la mañana y termina al anochecer. El recorrido contempla: un tramo de un camino polvoriento; una subida a una escarpada colina; una carrera colina abajo; la travesía de cruzar un charco; una parada a media tarde al borde del camino para descansar; otro tramo más de camino hasta el anochecer; la búsqueda de un lugar al costado del camino para descansar durante la noche. En ese espacio y en ese tiempo se sucederán seis encuentros: el primero con una manifestación de un club de escarabajos fanáticos amantes de las mañanas; el segundo con un gusano malhumorado y necio que habita en una manzana; el tercero con una mosca barrendera obsesionada con la limpieza del polvo; el cuarto con un mosquito barquero que hace gala de una absoluta rigidez normativa; el quinto con tres mariposas que practican una rutina inconmovible; el sexto, y último, con dos libélulas que alardean de su velocidad para volar y nos presentan un modo de vida estresante al punto de lo insoportable. A los seis encuentros sucede un epílogo, que es cuando el Saltamontes se acuesta a dormir y con lo que, de un modo muy abierto, se cierra el libro.

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Del encuentro con la mosca barrendera: “Limpio, limpio, limpio –decía una mosca, que estaba barriendo el camino”.

Cada uno de esos encuentros del saltamontes da pie a un breve relato que pone en práctica lo que en su momento resaltó Yolanda Reyes acerca del estilo literario de Lobel. Lo hizo en un artículo titulado “Arnold Lobel o la poética de las pequeñas cosas” (publicado en la revista “Cincuenta libros Sin cuenta”, N° 1, Bogotá, Fundalectura, 1997, citado en un monográfico de Roberto Sotelo para la Revista Imaginaria), donde en resumen dice que:

…casi podría afirmarse que ese formato riguroso (el de la colección de los libros ‘easy readers’ donde originalmente publicó el autor el grueso de sus cuentos) lo llevó a consolidar ese estilo suyo, tan contenido, y esa simplicidad esencial, en el sentido poético —no simplificador— de la palabra. En efecto, uno de los rasgos estilísticos más notorios en su obra, desde ese entonces, ha sido su laconismo deliberado, en virtud del cual logra pintar, con las palabras esenciales y con los trazos esenciales, lo que constituye también la esencia de la condición humana.

El laconismo, la ternura, la ingenuidad, lo conmovedor, lo íntimo y recogido, lo cuestionador en sus preguntas, la sabiduría experiencial propia de la narración oral que se vuelca en su escritura, todo ello es una marca distintiva en la escritura de Lobel. Podríamos agregar, respecto de su estilo de ilustración, con sus trazos sueltos y finos, con su paleta apagada, con su atractivo aire de tranquila tradicionalidad, que en ningún momento llega Lobel a contradecir los rasgos del estilo de escritura antes compilados, ni la modernidad de sus intenciones literarias y, en todo caso, que la ilustración oficia como un complemento descriptivo a la sencillez de la escritura narrativa del conjunto.

A estos rasgos de estilo hay que sumar otra característica importante de la obra de Lobel: es aquella que lo coloca en la línea de lo mejor de la cuentística moderna norteamericana. Pienso que si su obra llega a cobrar la dimensión clásica y canónica de la literatura infantil es por la forma en que asimila y se inscribe en esa línea maestra del cuento moderno norteamericano que va desde Ernst Hemingway hasta uno de los mejores contemporáneos de Lobel: el mismísimo Raymond Carver.

En sus breves relatos, Lobel hace uso de uno de los recursos narrativos más utilizado en el cuento moderno norteamericano: la elisión, esa idea del iceberg con la que Hemingway definió su cuentística y que luego Carver llevó a un extremo al pedir al cuento que mostrara sin contar (“Show, don’t tell”). La elisión, que exige siempre un lector atento y vigilante, un lector que sea partícipe de lo relatado, un lector que esté dispuesto a reconstruir lo que se oculta en el relato, es uno de los recursos con los que Lobel mejor dirige sus cuestionamientos y con los que mejor transmite su experiencia vital. La elisión, que es la forma moderna en que el relato, como teorizaba Piglia, cuenta dos historias —una en la superficie, otra en secreto—, y que lo hace como si hubiera una sola historia, porque lo más importante se alude, se muestra, se hace notar, pero nunca se cuenta de manera explícita.

¿Qué es lo que estando oculto y elidido del relato igual se hace notar en cada una de las seis historias que suceden durante el viaje de Saltamontes? La perspectiva de que cuando alguien asume un proyecto de vida propio, elegido en libertad y de manera autónoma (encontrar un camino y seguirlo adonde vaya, es lo que desea Saltamontes) ha de enfrentarse, por un lado, con una cantidad de personajes rígidos, intolerantes, exponentes de formas de vida sobre las que cabe la sospecha de si se trata de una buena vida. Así es que el saltamontes se topa con los escarabajos, que en el momento que él manifiesta que además de gustarle las mañanas le gustan las tardes y las noches lo expulsan del club con violencia; con el gusano, que reprocha con necedad al saltamontes el mordisco que este dio a la manzana, porque es su casa más allá de que luego sepamos que era fácilmente sustituible; con la mosca barrendera, que termina por lanzarle encima al saltamontes el polvo del camino, porque no puede detener su faena siquiera para conversar un rato; con el mosquito barquero, que por estar tan atado a sus normas no puede reconocer la realidad más evidente de su inutilidad a la hora de transportar al saltamontes; con las mariposas, que terminan por exigirle al saltamontes que se incorpore a las rutinas a las que están atadas para “siempre”; con las libélulas, que tan preocupadas por hacer todo a la máxima velocidad son incapaces de darse un momento para contemplar y apreciar la belleza de la vida que las rodea.

Por otro lado, y mal que le pese a nuestro protagonista, es posible que también deba enfrentarse con el hecho de que él mismo puede caer en rigideces de ese tipo. En secreto, las seis historias sugieren que es posible que los personajes de turno piensen en estar haciendo una vida buena o una vida recta, pero que, en el fondo, y esta es otra paradoja, esa vida podría estar deshaciéndolos. Y así, Lobel va un paso más allá y pone en entredicho, incluso, que el saltamontes puede salir de ese círculo de rigideces y de ese bucle de paradojas.

Cada una de los encuentros del saltamontes, una vez que el vínculo entre él y los personajes que aparecen se tensiona, culmina con una frase que se repite como un tozudo estribillo: el saltamontes manifiesta muy discretamente su desconcierto o su disconformidad con lo experimentado en los encuentros y al final, siempre, “sigue camino adelante”.

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“–Fue un placer –dijo el mosquito. Saltamontes le dijo adiós con la mano y continuó andando camino adelante”.

En todo momento, hay una gesticulación piadosa por parte del saltamontes respecto de los otros personajes, como si él supiera que no puede hacer prácticamente nada respecto de los desaciertos vitales de los demás, salvo practicar una discreta tolerancia ante lo que en principio resulta absurdo. Eso es patente en el caso del mosquito barquero, donde la piedad del saltamontes es conmovedora en extremo y donde su tolerancia no tiene límites. Pero hay un momento en el que el saltamontes parece perder la paciencia. Es cuando se encuentra con las mariposas, que insisten en que Saltamontes se sume a la vida porfiadamente rutinaria que ellas tienen:

–No –dijo Saltamontes–. Lo siento, pero no estaré aquí. Estaré de camino. Estaré haciendo otras cosas.
–Es una pena –dijeron las mariposas–. Te echaremos de menos.
Saltamontes, ¿de verdad haces algo diferente cada día de tu vida?
–Siempre –dijo Saltamontes–.
¡Siempre, siempre!
Dijo adiós a las mariposas y echó a andar rápidamente camino adelante.

El cambio en el tono de voz de Saltamontes, la repetición de ese “siempre” que da título al episodio, el hecho de negarse y contraponerse de manera rotunda a lo que le proponen las mariposas: eso es lo que nos insinúa, por contraste con la mesura de todos los otros episodios, el estado de ánimo del personaje central a esa altura del viaje. Y en ese cambio se manifiesta la gran paradoja que subyace en todos los cuentos del libro: lo que en la superficie se afirma, se niega en secreto por debajo. Porque en esa tozuda y contundente respuesta del saltamontes se deja ver que él también, al final, se ata a una norma, se aferra a una rutina (la de seguir “camino adelante”), se obsesiona con una conducta a la que queda adherido más o menos igual que los escarabajos amantes de las mañanas, o que el mosquito barquero que estipula al detalle cómo son las normas para cruzar el charco, o que la mosca que hace del barrer una tarea de Sísifo, o que estas mariposas que “siempre, siempre” hacen exactamente lo mismo y del mismo modo.

En el último relato del libro, cuando Saltamontes deja atrás a las mariposas, parece tornar la calma para él: eso es así cuando su caminar pausado y contemplativo se contrapone, al final de la tarde, a la estresante velocidad de las libélulas. A Saltamontes le queda, para terminar el día, buscar un lugar donde descansar.

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“Saltamontes estaba cansado. Se tumbó en un lugar blando. Sabía que por la mañana estaría todavía allí el camino, llevándole más y más lejos a cualquier parte que quisiera ir”.

La escritora y filósofa Ellen Duthie, en un excelente artículo de su blog, “Preguntas desde el hogar. La mirada científica y filosófica en Arnold Lobel”, donde además de repasar el asunto del título intenta explicar por qué la obra del escritor norteamericano no ha sido atendida por la crítica como era de esperarse, dice lo siguiente sobre los personajes de Lobel, y en particular sobre nuestro Saltamontes:

Los personajes de Lobel son más bien caseros. Como mucho, de vez en cuando, se aventuran a dar una vuelta a la manzana. Es raro que pasen mucho más de media hora fuera de casa. Y cuando lo hacen hay un motivo y un destino claro sobre todo. En ‘El Tío Elefante’, viajan de una casa a otra y de vuelta a la casa original. En ‘Saltamontes en el camino’, el Saltamontes hace del camino su hogar… El camino es conocido, es lo que te encontrarás a la mañana siguiente al despertar, es reconfortante como el hogar.

Estoy de acuerdo con la idea general sobre el carácter “casero” de los personajes de Lobel, si bien pienso que esto es nada más que una de las estrategias mediante las cuales el autor quiere acercarse al universo infantil, y construir desde ahí sus relatos, sin acotarlos a ninguna edad lectora. Pero eso que en sus historias sucede en la superficie de un lugar hogareño, doméstico, tiene unas resonancias de carácter universalista que van mucho más allá de la estrechez de esos escenarios (un poco como sucede en la narrativa carveriana, tan apegada a la sordidez de los interiores). En esta estrategia de Lobel de pintar la casa hay mucho de una vocación paradojal de querer pintar el mundo, lo que coincide con la visión que me hago de la obra global del autor, donde la elisión de lo paradójico es central: se habla de lo pequeño para referir lo grande; se menciona lo cercano, para aludir a lo lejano, y así por delante. En todo caso, entiendo que en este libro, en particular, ese carácter paradojal de su literatura se dimensiona de manera más clara, y si el saltamontes «hace del camino su hogar» y del viaje un andar por casa, es por la necesidad del autor de remarcar el sustrato de la gran paradoja que antes señalamos: incluso allí cuando crees que estás viajando, terminas por quedar parado; incluso allí donde crees que estás haciendo una vida abierta, libre, sin rutinas, terminas por caer en ellas; y todas estas paradojas, a la postre, resultan conflictivas sin terminar de resolverse, salvo en la ilusión superficial de lo inmediato, salvo en la ilusión literaria de los finales de cuento.

Lobel logra escribir estos cuentos de “fácil lectura” —que en apariencia resultan muy sencillos, pero que encierran una complejidad literaria enorme—, de una manera tal que niñas y niños hacen en ellos un tipo de lectura que a la vez de resultar humorística y llena de piadosa ternura deja plantada la semilla de una reflexión profunda sobre la condición humana. Hacer con una maestría sin igual esta propuesta literaria para niños y lograr fascinarlos en torno a las resonancias cuestionadoras que generará en ellos la lectura o la escucha de sus relatos es, de última, lo que convierte a Lobel en un maestro y lo que lo erige a la altura de un clásico de la LIJ contemporánea.

La última paradoja en torno a Lobel es el hecho de que su vida haya sido de tan corta duración y que su obra sea de tan largo y sostenido alcance: eso que al final parece una mala broma que el destino no se ahorró para él.