Hay libros de poesía que, después de leerlos, uno necesita dejarlos reposar, dejarlos que se asienten. Luego hay que volver a leerlos, para terminar de entender por qué siguieron vibrando desde su primera lectura. Con este Cerval, de Daniel Bellón, me pasó algo de eso.
Comparto con Daniel esa suerte de desconfianza o recelo respecto del lenguaje poético:
Huecos donde seguir hablando. O mejor paredes/muros/vallas de palabras alimentando el crimen. ¿Una no-conversación? ¿Qué poemas / Qué escritura alimenta al próximo asesino? ¿Qué trampas se esconden tras nuestra búsqueda hambrienta de contacto. Tras la comunicación? (p.17)
Comparto la desconfianza y el recelo, incluso, respecto de la comunicación, a sabiendas de que: «las intencionalidades de lo expresivo, ya sean públicas o privadas, son fatalmente imperfectas» (pp17-18).
Con ese ánimo intento escribir estas líneas. Y en ese ánimo crítico, así lo entiendo, se inserta este libro, Cerval, que lleva por subtítulo matraquilla nerviosa, y que, según declara el autor, fue obrado en tres meses (febrero a abril de 2006) con una técnica de escritura semi-automática.
En Cerval, los fragmentos de prosa poética (100 en total) se encadenan en un continuo donde el último tramo de un texto (¿poema, prosa?) es a su vez el fragmento con que se inicia el siguiente texto. Y así, el primero de los textos parece enlazar con el último, como en el espiral de un muelle elástico. Matraquilla tensa, retahíla fragmentaria, anuncia Daniel en el prólogo, y se cumple, se cumple.
En el primero de los fragmentos se avisa una voz, diciendo: «Soy el hijo de un estampido» (p.13), y esa filiación, esa declaración de procedencia, es también una declaración de procedimiento: esto irá de saltar los cueros, se avisa; esto irá de lascas filosas, prepárate. No obstante, quienes han leído la poesía anterior de Daniel saben que su voz no ha sido altisonante ni chillona: ¿por qué iría a serlo ahora?
No, la voz de Cerval suena firme en el temblor y temblorosa en la firmeza, eufónica y penetrante. La poética de esa voz está explicitada en los fragmentos 73 y 74: «Tal vez mejor hablar bajito pero de continuo. Y que el incendio crezca por los márgenes» (p.49). Y así, en ese semitono inflamado, intenta una posibilidad de calmar el desasosiego: «Sólo te pido un poco de paciencia. Para descifrarte las señales del miedo» (p.49).
He aquí el componente sustantivo de Cerval: el miedo. Un motivo que, desde distintos ángulos poéticos, Daniel capta como signo-síntoma de nuestro tiempo. El miedo, que es también «la desazón: estado social y personal permanente. El temblor cotidiano» (p.61). Y es que vivimos en sociedades donde el miedo y la inseguridad se han convertido en una forma de control que, ya sea en lo social o en lo meramente personal, de forma realista-inducida (la agresión, la contaminación) o de forma ficticia-abducida (la invasión, la conspiración), terminan siendo funcionales a una forma enfermiza de reproducción (anti)societaria.
¿Puede la poesía hacer algo contra ese síntoma de los tiempos? Ya vimos como en Cerval se manifiesta la desconfianza respecto de la poesía. No obstante, Daniel apuesta a la «transparencia de un lenguaje que no adorne la matanza» (p.28). Y para ello, o por ello, afila su vista «contra el horizonte» (p.30). Es en esta dirección —en la de la visión afilada y penetrante, donde las imágenes insinúan más de lo que dejan ver— cuando la poesía de Daniel se hace más potente (y se emparienta más con sus anteriores libros: Lengua de Signos, Tatuajes en otra tinta azul). Es allí, también, donde su poesía abarca un tono más intimista (por así decirlo) y manifiesta una actitud más reactiva ante el miedo:
Crezco en extenso: horizontal y vertical (…) Buscando siempre el calor que deshabilita el miedo y la ferocidad que nace de las tripas del miedo. No soy cartografiable. Nadie cabe en un mapa. (p.61)
Y así, transitando sin mapas por territorios y pieles, andando por «la sombra del rastro de un camino invisible» (p.13), nos aproximamos, paso a paso, fragmento a fragmento, hasta ese inquietante final:
La onda del estampido que me nació me atropella y pasa. Vuelvo a ser sombra de un rastro. Radiación residual. Ahora que otra vez el mundo tiembla en barruntos de guerra y mis manos han dejado de temblar. / Mis manos han dejado de temblar. (p.62)
Inquietante, sostengo, porque en una primera lectura podría ser tomado como un final alentador o esperanzador: tras el temblor, la calma. Pero en una segunda lectura, ese final avisa que la calma es provisional, que el mundo vuelve, otra vez, una vez más, a sacudirse en los barruntos bélicos y, por lo tanto, nuestro sosiego puede ensombrecerse.
¿Dejaremos acaso de adoptar la actitud alerta del ciervo, para el cual todo miedo es cerval? Difícilmente, y por eso, tal vez, este libro siga vibrando.
————
CERVAL
Daniel Bellón
Islas Canarias, 2009