Lectura de guías y guías de lectura: ¿pueden servir de algo?

Voy a hacer dos confesiones. Una: cuando era niño me entretenía leer las guías telefónicas. Tomaba aquellos gruesos volúmenes y los recorría prestando atención a la combinación de nombres y apellidos, y me detenía en hurgar las direcciones de algunos nombres. Era un pasatiempo. Me entretenía, sí, me agradaba. Lo hacía en secreto. Dos: la primera vez que leí La Ilíada no me gustó. Lo hice por obligación, en el liceo, bachillerato, quinto año. No le encontré ningún encanto. Luego, hace ya algunos años, leí por ahí que La Ílíada podía ser leída como una gran «guía telefónica» de los héroes griegos: una gran lista de nombres. Esa sola idea me entusiasmó a tal punto que pude volver a leer La ilíada, maravillado por imaginar que de última podía ser una gran lista: leer con ese vértigo que efectivamente da la lectura de las listas.

Luis Camnitzer, Memorial, 2009. Instalación con impresiones digitales, 11 3/4 x 9 1/2 pulgadas cada una. Instalación en el Parque de la Memoria (fragmento).

Luis Camnitzer, Memorial, 2009. Instalación con impresiones digitales en el Museo de la Memoria (fragmento).

A qué voy con lo anterior: quiero sustentar que los motivos por los que una persona se presta a leer algo, cualquier cosa, pueden ser de la más diversa índole. Los caminos del lector son inescrutables. Pero que la lectura no se corte, que no se detenga, que no se abandone, depende también de lo que está escrito. El lector lleva sus motivos, pero si las letras sobre el papel no sostienen esa motivación, no hay actitud que valga.

Todo esto va a cuento de reflexionar sobre la utilidad de las guías de lectura que se confeccionan en el medio editorial de la LIJ o en los medios docentes de la educación primaria y secundaria para fomentar la lectura de libros.

Tengo dos experiencias personales al respecto. Una, es la guía de lectura que confeccionaron dos maestras contenidistas del Plan Ceibal para facilitar la lectura del libro de poemas, Garabatos y ringorrangos. La otra es una guía de lectura que confeccionaron en la editorial Edelvives para facilitar la lectura de la novela Suerte de colibrí. No voy juzgar la calidad de estos materiales, entre otras razones porque no tengo la experiencia docente que me permitiría evaluarlos correctamente. Pero sí quería reflexionar aquí, e invitar a otros a reflexionar, sobre su posible utilidad: no la utilidad de esos dos materiales en particular, sino la de las guías de lectura y la de esos recursos didácticos en general.

Sé que hay personas del mundo de la LIJ, a quienes respeto mucho, que se oponen radicalmente a este tipo de guías. Sostienen que entre el lector y el libro no debe interceder ningún tipo de material que guíe (que condicione, que conduzca, que convierta en tarea) la lectura. Sostienen que los libros de literatura no merecen ser reducidos, simplificados, descuartizados, analizados, para facilitar, primero al docente, luego al estudiante, su lectura. Sostienen que solo el deseo, la búsqueda del placer o la curiosidad han de ser la auténtica guía que conduzca al lector por los meandros de los libros. En tal sentido, el uso escolar del libro, o mejor dicho, su escolarización mediante guías que hacen uniforme la lectura, no favorece ni al libro ni al lector.

También sé que hay otras personas del mundo de la LIJ, a quienes también respeto mucho, que sostienen que la demanda por parte de la escuela de ese tipo de materiales tiene que ser atendida. Para las editoriales es fundamental el mercado escolar, y si las guías facilitan la penetración del libro en las aulas y son una forma de promoverlo entre los docentes, entonces las guías son un material válido. Pero no sólo lo piensan en términos mercantiles, sino que también enfocan la confección de esos recursos didácticos en vistas al trabajo de mediación que llevan adelante los docentes. Trabajo de mediación que, más en general, y  por suerte, también es asumido por algunas editoriales.

Ángel de terracota en la Capilla de Watts, 1896.

Ángel de terracota en la Capilla de Watts, 1896. Fotografía: Rolling Harbour.

En verdad que no tengo una posición definitiva sobre este punto: guías sí, guías no. No tengo una posición definitiva sobre la utilidad o no de estas guías y de estos recursos didácticos. No obstante, en principio no soy de oponerme a ningún instrumento que pueda llegar a abrir un pasaje por el cual pase el lector para acceder a la lectura. Como decía antes, nunca se sabe bien, y es difícil de averiguar, qué es lo que lleva a un lector hacia un libro determinado. Hay como algo laberíntico allí.

¿Por qué ese lector hace un recorrido y no otro? ¿Por qué se interesó en tal libro y desechó tal otro? Difícil de saberlo, entre otras razones, porque a menudo es difícil que lo sepa el propio lector. ¿Por qué me atrapaba leer guías de teléfono y no me gustó La Ilíada cuando me enfrenté con ella por primera vez? No lo tenía claro en ese entonces. Y muy a menudo me sucede que no sé muy bien por qué estoy leyendo tal cosa en lugar de tal otra. Cuando logro acceder a una lectura que me agrada y me enriquece, siempre agradezco al azaroso factor que me llevó hasta ella: el comentario de algún amigo, una guía de lecturas, un paratexto casualmente encontrado entre otras lecturas, una idea tan ocasional como la de que se puede leer La Ilíada como una guía telefónica, etc.

Pienso, sí, que en la medida que las guías de lectura, o los recursos didácticos que se utilizan en las aulas apuntan a una determinada utilidad tan específica como la de favorecer la lectura, entonces estaría muy bien que las mismas se evalúen, más allá de que yo no sepa cómo hacer eso. Todos los instrumentos que se ponen a disposición de los docentes deberían ser evaluados en su utilidad: esto, en primer lugar, por el usuario. Y si sirven para su cometido, bienvenidos sean. Y si no sirven, que se desechen.

Pensar que todos los docentes deberían «amar» la literatura, y que en esa actitud deberían encontrar toda la fuerza de motivación necesaria como para contagiar esa afición hacia el conjunto de los alumnos es algo tan ilusorio como pensar que todos los docentes deberían «amar» las matemáticas o las ciencias físicas, y hacerlo de manera igualmente contagiosa. No necesariamente es así, porque no todos los docentes tienen los mismos intereses o aficiones. Y como no es así, preferiría que si un docente no tiene por una materia todo el afecto que ella requeriría para contagiar entusiasmos, al menos que tenga, sí, las prótesis oportunas en las que apoyarse para trabajar del mejor modo posible en su tarea educativa: buenas guías para acercar las matemáticas a los niños, buenas guías para acercar los libros de literatura a los niños. Todo esto no quita lo deseable que sería que las escuelas y los liceos contaran con un tiempo libre dispuesto para hacer lecturas extra didácticas: la hora de leer sin obligaciones, leer cualquier libro y así (pero eso es otro asunto).

Al margen de lo anterior, en lo estrictamente literario, pienso que el vínculo entre el lector y la lectura se sostendrá, fundamentalmente, por dos motivos: de un lado, por la fuerza del texto, su calidad literaria, su poder para mantener al lector atrapado en la ardua y placentera tarea de leer; del otro, en base a la formación y a los estímulos con los que cuente el lector antes de iniciar cualquier lectura. Lo primero le compete al escritor. Lo segundo también, pero ya no en tanto escritor, sino como una persona más, enredada en esto de la promoción de la lectura.

«Encuentro con Flo»: novela de Laura Escudero

Al final del libro El hombre unidimensional, Marcuse estampa una cita de Walter Benjamin que dice: “Sólo gracias a aquellos sin esperanza nos es dada la esperanza”. Pienso en esa frase y entiendo que allí adonde hay un vacío, los humanos tienden a llenarlo con lo que falta. La constatación de una ausencia exige la necesidad de ser compensada por la presencia correspondiente. Pienso en eso, y luego de la lectura de la novela de Laura Escudero, Encuentro con Flo, fuerzo un par de paráfrasis de esa cita: «sólo gracias a aquellos sin memoria nos es dado el recordar» y «sólo gracias a aquellos sin identidad nos es dado el autorreconocimiento».

El título de la novela arroja las primeras pistas de lo que vamos a leer: se trata de un encuentro. Esta palabra, «encuentro«, es una de esas palabras maravillosas de nuestro idioma, pues tiene en sí la capacidad de definir dos cosas completamente opuestas: un «encuentro» es la coincidencia, la entrevista y el hallazgo de las cosas o las personas entre sí, pero también es la oposición, la contradicción, la pelea, la riña, la disputa de una contienda. De ese modo, la palabra «encuentro» nos habla de cómo aparece lo que no está en lo que está, de cómo se llenan los vacíos: la esperanza en la desesperanza, la memoria en la desmemoria, la identidad en la enajenación. Eso, en definitiva, es lo que narra esta novela en la que una niña, Julieta, que está entrando en su adolescencia, procesa su «encuentro» (choque primero, coincidencia luego) con su abuela materna, Flora, quien luego pasará a ser Flo.

Flora… esa abuela que había visto algunas veces y casi ni conocía. Esa señora arrugada que no lograba recordar su nombre y le decía Paula, Raquel, Anita… (¿Por qué “Anita”?) Esa vieja lenta que hacía rezongar a su tía, quien la retaba y la retaba porque no entendía nada de lo que explicaba.

(p.7)

La abuela padece el mal de Alzheimer. Un buen día, sin previo aviso, la madre de Julieta, por una necesidad circunstancial, instala a la abuela Flora en el departamento en el que vivien, más específicamente en el dormitorio de la niña, ese lugar propio de ella, ese reducto donde se permite pensar y refugiarse de los avatares de una vida familiar moderna bastante caótica (familia recompuesta, ausencia del padre, madre inestable emocionalmente, un medio hermano pequeño, etc.). En una primera instancia, cuando las fuerzan a convivir, la nieta se horroriza y se molesta con su abuela. Hay una pregunta que se hace Julieta frente a esa circunstancia particular que es clave: «¿Cómo pueden terminar juntas dos personas porque no caben en otro lugar?«. Y es que así como la abuela perdió su lugar en el mundo, dada su enfermedad, también Julieta se siente desplazada, sin espacio, no perteneciente en el «caos» de su mundo inmediato. Entre esa nieta y esa abuela, supuestamente ubicadas en las antípodas de los procesos vitales, estará eso en común: el no caber en ningún lado. Eso, y se verá luego, unas cuantas cosas más.

"Encuentro con Flo", de Laura Escudero, 2005. Ilustración de portada de Gustavo Aimar. Editorial SM, Argentina.

«Encuentro con Flo», de Laura Escudero, 2005. Ilustración de portada de Gustavo Aimar. Editorial SM, Argentina.

En determinado momento, la relación inicialmente forzada y tensa entre Julieta y Flo se abre a un vínculo nuevo, o dicho de otro modo, da espacio para la construcción de una relación filial y matricial de ida y vuelta entre “la vieja” y la niña. La nieta buscará en la desmemoria de su abuela la propia memoria de sus raíces, buscará saberes nuevos a partir de los cuales podrá reflexionar sobre la identidad de su carácter, sobre la construcción de un propio modo de estar en el presente, estar en el mundo. A la vez, la niña irá devolviéndole a la abuela algunos fragmentos de su memoria perdida, restituyéndole así su propio lugar. Esto sucede a partir de la lectura que hace Julieta de unas cartas que la abuela trajo consigo guardadas en un cofre. Lectura que la niña irá haciendo para su abuela y para sí. Son conmovedores, en el relato, los momentos en que Julieta, luego de la lectura de la primera carta, logra «humanizar» a su abuela, y cómo reacciona Julieta, luego de la lectura de la segunda carta, pasando a una acción decidida en el «cuidado» de Flora.

A partir de la lectura de las cartas, Julieta tendrá el objetivo de reconstruir la historia de su abuela: saber quién era, quién es, esa «vieja», y descubrirá en ella a «la señorita Flo». Son cartas que su abuela escribió cuando tenía más o menos la misma edad que Julieta y buscaba su lugar en la familia, en la sociedad y en el mundo. Son cartas que cuentan una historia adentro de otra historia. Pero no están puestas en la novela de forma aleatoria. Las cartas, y la «investigación» que comienza a hacer Julieta sobre la historia de su abuela a partir de ellas, van dejándose leer para dar cuenta de la evolución del vínculo entre Julieta y Flora, por un lado, y entre Julieta y su mundo inmediato, por otro. Mundo inmediato en el que aparece un personaje secundario, José, un chico que ingresa al colegio de Julieta proveniente de otro ámbito y con características bien diferentes a la de los chicos con los que ella se venía relacionando en su curso. José es para Julieta el descubrimiento de que se puede vincular con «un otro» no perteneciente a su mundo más cercano, y avanzar a partir de ello en el descubrimiento de sí. Algo similar a lo que le sucede con el descubrimiento que va haciendo de la historia de su abuela al leer las cartas. Hay un paralelismo excelentemente construido, en clave de misterio, de suspenso y hasta de aventura, entre la historia de la abuela que aparece en las cartas y la historia del vínculo entre Julieta y José. Este paralelismo nos lleva a ver que la historia ya no tematiza un solo «encuentro», sino que es la suma de varios «encuentros» que se dan a partir de las búsquedas que desarrolla la niña.

Los conflictos que manifiesta Julieta a lo largo de la novela son los propios de su edad: qué querer y qué no querer; detestar algo en el mismo momento en que eso genera atracción y curiosidad; la tensión entre pasar desapercibida al intentar igualarse con sus pares o buscar su ser diferente, su personalidad exclusiva, su unicidad auténtica al confrontar con ellos; querer saber cómo son realmente nuestros progenitores y cómo nos condicionan las historias y las situaciones de nuestras familias en relación con un destino personal o con unas posibilidades de acción decididas para cada uno de nosotros. Pero Julieta no es un estereotipo de la adolescencia. Lejos de eso, la historia está narrada de manera tal que nos presenta los conflictos de este personaje central según las necesidades narrativas que la novela exige. Los conflictos de Julieta se desarrollan siguiendo punto por punto la tensión dramática de la historia particular, y no con el mero afán de abordar un prototipo adolescente, sino con la calidad y la calidez de contar una historia en profundidad. Julieta, en su enfrentamiento con esos conflictos, a medida que avanza la historia, se transforma en un personaje tan entrañable como creíble. Y la historia avanza al ritmo que pauta un encuentro entre la nieta y su abuela enferma de Alzheimer, con las peculiaridades y limitaciones que esta enfermedad conlleva:

A veces, la abuela Flora mira un poco para afuera y trata de hablar, pero parece que los recuerdos se le mezclan. Las palabras se le destejen y va perdiendo los puntos hasta que se queda muda otra vez, perdida, sin encontrar a nadie del otro lado de lo que está diciendo o de lo que quiere decir.

(p. 14)

Uno podría verse tentado a decir que esta novela tiene en la enfermedad de Alzheimer un «tema». Que la autora quiso abordar ese «tema» y ponerlo arriba de la mesa para su tratamiento. En parte lo hace, claro que sí, y con mucha destreza y sensibilidad. Pero quedarse en eso es recortar groseramente la densidad literaria que la novela conlleva. Y es que el Alzheimer, tal como está tematizado, opera aquí como una metáfora de la búsqueda de identidad que hace Julieta en ese momento vital en el que se encuentra. También Julieta «mira un poco para afuera y trata de hablar», también a ella «las palabras se le destejen» cuando actúa, también a ella le sucede eso de no «encontrar a nadie del otro lado», al menos, hasta que al final se «cierran», relativamente, todas las tramas de este Encuentro con Flo. Y escribo «relativamente», porque tal como se dice en el momento de desenlace de la historia:

…las cosas no son definitivas… La cabeza de Julieta no podía parar. Armaba y desarmaba los juegos de sentidos. Y con toda facilidad movía a Flora como comodín. Ella misma cambiaba de posición todo el tiempo en un baile loco de posibilidades… Ella misma era parte de todo y de aquel cumplimiento de sueño postergado o actualizado o renovado.

(p. 151-152)

Por último, y no menos importante, cabe agregar que la pulcritud poética de la prosa de Laura Escudero confirma en la lectura de esta novela un cuidado especial que pone la autora en el tratamiento de cada palabra, de cada frase, de cada párrafo, de cada expresión bien ajustada para que la escritura apunte a la construcción de un conmovedor encuentro con la intensidad de la mejor literatura: hallazgo de la belleza, oposición al mundo, vertiginoso tiempo de los descubrimientos. La novela es particularmente loable en este aspecto.

Con esta novela, Laura Escudero ganó el 4º. Premio Barco de Vapor en 2005 y también el Premio Destacado de ALIJA en el mismo año, contribuyendo, seguramente, a prestigiar ambos premios. Más que recomendada su lectura.

«El coraje de la palabra», ponencia de Florencia Gattari en el 2o. Encuentro de Escritores e Ilustradores de Literatura Infantil de la Región

El día 24 de mayo tuvo lugar el 2o. Encuentro de Escritores e Ilustradores de Literatura Infantil de la Región, convocado por la Cámara Uruguaya del Libro para desarrollarse en el marco de la 13a. Feria del Libro Infantil y Juvenil de Montevideo.

Panel del 2o. Encuentro de Escritores e Ilustradores de LIJ de la Región. De izquierda a derecha en la foto: Fernando González, Evelyn Ugalde, Malï Guzmán, Germán Machado, Viviana Bilotti y Florencia Gattari.

Panel del 2o. Encuentro de Escritores e Ilustradores de LIJ de la Región. De izquierda a derecha en la foto: Fernando González, Evelyn Ugalde, Malï Guzmán, Germán Machado, Viviana Bilotti y Florencia Gattari. (Foto de Nancy Urrutia.)

Una buena cobertura de la 13a. Feria del Libro Infantil y Juvenil de Montevideo fue publicada en el periódico La Diaria. La periodista Rosanna Peveroni se encarga, en particular, de cubrir el Encuentro, y también el lanzamiento del Catálogo de la Literatura Infantil y Juvenil del Uruguay. En esas mismas páginas, además, se publica una entrevista a Viviana Bilotti y a Florencia Gattari, las invitadas argentinas al Encuentro.

En Garabatos y Ringorrangos queríamos publicar la ponencia que hizo Florencia Gattari. Sin descaro, fuimos y se la pedimos. Ella tuvo la gentileza de permitirnos presentarla para todos los lectores del blog.

Florencia Gattari es porteña, del barrio de Flores, para más datos. Nació en 1976. Estudió la licenciatura de Psicología y se dedica al trabajo clínico en un hospital y en su consultorio. Sus últimos títulos publicados son «Perra lunar», «Navegar la noche» y “Flor de Loto, una princesa diferente”. En 2007 ganó el premio El Barco de Vapor, de Argentina, por su novela juvenil “Posición adelantada”. Y esto no necesita más introducción, así que, muy agradecidos, los dejamos con el texto de ella.
Florencia Gattari en el momento de presentar su ponencia: "El coraje de la palabra" (Foto de Nancy Urrutia).

Florencia Gattari en el momento de presentar su ponencia: «El coraje de la palabra» (Foto de Nancy Urrutia).

EL CORAJE DE LA PALABRA

«Existe el coraje de la espada y el coraje de la palabra, y el coraje de la palabra es un don poco común.»

Úrsula .K. Le Guin, Voces

Lo primero que traigo es un agradecimiento: a la Cámara Uruguaya del Libro por la invitación, a Germán Machado por tender sin cansarse puentes virtuales y también puentes tangibles entre nuestras dos orillas, y a ustedes, por la compañía y por la disposición a escuchar y a conversar. Las otras cosas que junté por ahí y que traje para compartir hoy con los que estamos son cuatro: un sucedido, una cita, una búsqueda y una esperanza.

1. Un sucedido

Hace poco fue la Feria del Libro de Buenos Aires. Yo estaba en un stand y, mientras ojeaba libros, escuchaba una conversación que ocurría detrás de mí entre una bibliotecaria y una promotora. La bibliotecaria pedía orientación sobre un título y otro y otro… Hasta que en un momento (se ve que había agarrado un libro y lo mostraba, yo no la veía) la escuché preguntar: «¿Y este? ¿Tiene malas palabras?» La promotora le contestó: «Sí, dos.» Y siguió la charla. Mi primera reacción fue un modesto, silencioso fastidio. Ni con la promotora, ni con de la bibliotecaria que, como yo, estaban haciendo su trabajo lo mejor que podían; sí, un poco, con esos modos pacatos de ejercer la escritura y la lectura que tan facilitados tenemos.

Seguí dando vueltas por la feria. Entre ese mar de gente de pronto me recordé chica, con no más de siete u ocho años, secuestrando un libro de mi abuelo Pepe. Mi abuelo leía novela negra, de preferencia con algún que otro pasaje zarpado. Todos los sábados íbamos a cenar a su casa, y hubo una época en que yo le afanaba discretamente esos libros para encerrarme en el baño mientras todos los adultos de la casa hacían la sobremesa. Y buscaba encontrar escrita una mala palabra, cualquiera, de esas que usábamos todo el tiempo entre nosotros, pero que escrita, ah, escrita era otra cosa. Era la marca que decía que eso que los grandes se esforzaban por reducir a cero, eso existía por derecho propio en el mundo adulto y no solo en el desliz de la oralidad, sino respaldado por la tipografía.

Y entonces pensé que la bibliotecaria tenía razón, que de ninguna manera hay que subestimar una mala palabra, porque las malas palabras son poderosas. Claro que suponer que sabemos cuáles son es ser presuntuosos y pavotes.

Me pregunté a renglón seguido cuál es hoy para mí una palabra que todavía tenga esa potencia. Que logre incomodarme, sacarme de donde estoy establecida y mandarme al baño a hacer lo que no se debe, y me contesté: «bovino».

Y para explicar esa rareza paso a mi punto 2 y les comparto:

2. Una cita

«Resistirse a que le limen a uno las puntas. A volverse romo, bovino, inofensivo.»1

La arenga sigue y es brava, y por eso mismo, muy recomendable para los que andamos navegando por estos asuntos. Viene de un libro de Graciela Montes que se llama “La frontera indómita” que he visitado muchas veces, y que tengo marcado y leído y querido. Pero a decir verdad no recordé la oración entera, que por supuesto tuve que buscarla, sino esa palabra, bovino, que hace años que me persigue. «Bovino» es un norte para mí porque cuando un texto me muge, como lectora o como escritora, yo sé que ahí no quiero quedarme.

María Teresa Andruetto lo dice con otra palabra. Para ella lo inexpropiable, lo no negociable de la literatura es la intensidad. No los temas comprometidos o la belleza del lenguaje, sino la intensidad, que ella define así (y aquí tengo que sincerarme: eran dos citas): «…es un sentimiento que aparece frente a ciertas cuestiones del mundo, cuando nuestra vinculación con esas zonas de lo humano es muy profunda, sin segundas intenciones, compleja, desconcertante y genuina».2

Me gusta mucho esa definición. Creo que dice bien de ese pulso del que escribe que muchas veces, misteriosamente, puede experimentar el que lee. De esa conmoción o esa inquietud frente a algo de la existencia que me empuja a la escritura en un estado de vulnerabilidad (porque de lo que estoy escribiendo no sé, porque me desconcierta, me hace pregunta, me conmueve). Me parece que es ese desamparo de la escritura lo que, con un poco de suerte, hace una resonancia en el lector. Eso que hace que las palabras tengan ecos en el cuerpo. Porque no somos vacas.

Se constata en el consultorio: los chicos adoptan unos libros más que otros, y no son los más vistosos, ni los más sencillos de leer: son los más intensos. Hay uno particularmente que no deja de sorprenderme. Hace años que lo tengo por ahí, y he visto un montón de chicos darle los usos más diversos, leer las cosas más inverosímiles para mí en esas mismas líneas que lo forman. Se llama Miedo3 y empieza así: «Había una vez un chico que tenía miedo.» Más sencillo que eso, imposible. Y sin embargo es un cuento que los chicos amamos, permítanme ese plural. Yo no conocí a su autora, Graciela Cabal, pero no tengo ninguna duda de que bailó lindo con el miedo, de que eran viejos conocidos. Eso se lee en una cadencia muy particular que tiene el cuento, se lee en los modos de decir, y le aporta a la historia una enorme capacidad de generar resonancias de las que los chicos se apropian sin ninguna timidez.

Y por eso creo que una mala palabra es cualquier palabra, cualquier palabra intensa. «Bovino» es para mí una de las peores. Y de ahí para adelante vaya a saber uno qué palabra para quién. Porque nadie puede decir con certeza qué cosa va a conmover al otro, a revolucionarlo, a ponerlo en situación de desafiar a todos los adultos de su casa para encerrarse en el baño y armarse un espacio propio.

Las palabras, las buenas, las malas, las pretendidamente anodinas, son poderosas. Hay que andarse con cuidado.

3. Una búsqueda

Si las palabras son poderosas, entonces la primera búsqueda de mi escritura es ser concienzuda con las palabras. Perseguirlas, arrinconarlas, pelearme con ellas, dar las vueltas que haya que dar. No al modo del perfeccionismo o de la exigencia (más bien al modo del baile), porque así como son poderosas, las palabras son insuficientes para dar cuenta cabal de lo que nos pasa por adentro. Se quedan siempre un poco cortas, desprolijas, inadecuadas. Pero hay ciertas combinaciones, sin embargo… ciertos modos, que arriman bastante bien el bochín. Y está bueno no negociar por menos.

En mi experiencia, la literatura es cosa de detalle aunque uno escriba la prosa más despojada. Detalle del ojo que mira, de la voz que dice. En el campo del psicoanálisis esto se dice más o menos así: un sujeto es tal porque está sujetado en sus palabras, en sus particulares modos de decir. Y por eso creo que es por el camino de lo singular, de lo más propio, por donde hay algún punto de fuga para esa línea estéril que va del «a favor» al «en contra» del mercado. Porque escribir a favor o en contra de algo que está afuera y es determinado por otro, para mí al menos, es salirse de eje, es una referencia que me desorienta más de lo que me ayuda.

Así que de eso se trata «el coraje de la palabra», como yo lo entiendo: de una cierta fidelidad a lo que hay adentro. De animarse a escribir lo que uno escribe, a leer lo que uno lee y a compartir lo que a uno lo conmueve, más cuanto más raro, descentrado y singular sea.

4. Por último, pero en el centro de todo: una esperanza

Mi esperanza es esta, tan sencilla como suena: que las palabras se abran camino.

A las palabras se las lleva el viento, dicen, y yo creo que es por eso que no hay nada más difícil de atrapar que una palabra una vez que se la ha soltado. Nos queda confiar en los buenos encuentros que el viento arma. Confiar en que los lectores seamos desobedientes de las consignas, de las guías facilitadoras de todo, de las franjas que las editoriales proponen. La desobediencia lectora es nuestro baluarte y ni siquiera hay que fomentarlo del todo porque nos sale bastante espontáneo. Basta con multiplicar las ocasiones de lectura y la diversidad de la oferta, y no andar queriendo detener al viento. Basta con ser corajudo donde a uno le toque.

1 Montes, Graciela, La frontera indómita. En torno a la construcción y defensa del espacio poético, FCE, 2001.

2 Andruetto, María Teresa, Hacia una literatura sin adjetivos, Comunicarte, 2009.

3 Cabal, Graciela, Miedo, Sudamericana, 1997.

Ponencia de Florencia Gattari en el 2o. Encuentro de Escritores e Ilustradores de la Región,

13a. Feria del Libro Infantil y Juvenil de Montevideo, 24 de mayo de 2013