Una historia de amor de alto vuelo: «El día en que me convertí en pájaro», de Ingrid Chabbert y Guridi

Las guardas del principio y del final son un papel estampado de flores. En la del inicio hay un recorte: es la silueta de un pájaro. La del final sería igual, salvo por que hay dos siluetas recortadas, dos pájaros. Entre guardas y guardas sucede una historia que justifica ese cambio entre el antes y el después, una de las historias de amor infantil más bellamente contadas. Se titula “El día en que me convertí en pájaro”, la escribe Ingrid Chabbert, la ilustra Guridi, la publica la editorial Tres Tigres Tristes.

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Guarda delantera: la silueta de un pájaro solitario.

La historia comienza con una confesión: “El día que comenzó la escuela, me enamoré”. Es una línea escrita en la parte superior de la primera página par. Debajo de esa línea hay un dibujo trazado en dos dimensiones: un círculo traza la base en perspectiva horizontal, mientras que en la perspectiva vertical, se levanta un arco.

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Unos trazos apenas, casi un boceto, casi un patrón de modelado.

Tenemos que esperar hasta la página siguiente para leer una segunda línea que continúa la confesión anterior: “Era la primera vez”, dice el enamorado. Y debajo de esa línea, descubrir que el dibujo anterior comienza a perfilarse como el andamiaje de la cabeza de un pájaro. ¿Que cómo lo sabemos? Porque el bosquejo coincide con la ilustración de portada.

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Portada del libro «El día en que me convertí en pájaro», de Ingrid Chabbert y Guridi.

En las cuatro siguientes páginas, el relator sigue confesando cómo se enamoró de Candela, una compañera de clase. Dice que al llegar a su casa hizo muchos dibujos de ella. Dice que mientras él la ve a ella, ella no la ve a él. La ilustración, mientras tanto, parece ir por otro lado, pues lo que relata, o mejor dicho, lo que traza en bocetos, como en un patrón de modelado, es la construcción de la cabeza de un pájaro, así, al modo de un cabezudo para un desfile de disfraces. Esto lo sabemos recién en la sexta página ilustrada, donde descubrimos a un niño que se está poniendo la cabeza del pájaro sobre sus hombros (ilustración que coincide con la de la portada del libro). Todo está dibujado en un riguroso trazado de carbonilla negra sobre el fondo crema del papel, con apenas algunos trazos o rellenos de blanco.

De inmediato, la secuencia de páginas pares e impares se interrumpe y aparece una doble página. En el centro de la doble página hay dibujada una niña que extiende su mano para darle apoyo al vuelo de un pájaro.

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«Candela es una apasionada de los pájaros».

La niña, dibujada también en carbonilla y al modo de la secuencia precedente, está rodeada de dibujos de pájaros fuera de escala. Dibujos que parecen recortados de alguna enciclopedia decimonónica. También, allí, entreveradas con los recortes, se adivinan dos siluetas de pájaros: las mismas que aparecen en las guardas. El texto de esa doble página nos dice que “Candela es una apasionada de los pájaros”. El relato sigue siendo el del narrador de las primeras páginas. Pero a partir de aquí, relato e ilustración coinciden. Comienzan a “hablar” de lo mismo.

En las siguientes páginas, el narrador nos hablará de esa pasión de Candela por los pájaros y la hará contrastar con la pasión de él con Candela. El texto y la ilustración se refuerzan. Narran lo mismo. Narran la divergencia entre el interés de Candela y el interés del confieso enamorado, que además de fijar su atención en Candela, comienza a fijarla en los pájaros. Así, hasta que decide convertirse en uno.

El narrador se disfraza de pájaro. Y la historia, por arte de su exageración romántica, se convierte en una comedia de humor. Porque para el niño no es fácil continuar su vida cargando semejante disfraz de pájaro. No es fácil estar con sus amigos en el salón de clase, jugar al fútbol, trepara a un árbol, mojarse con la lluvia… Y es que nunca es fácil cargar con los disfraces tenaces de la seducción.

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Las dificultades de llevar un disfraz.

El desenlace sucede cuando finalmente, Candela y el niño pájaro se enfrentan y se miran. “Nuestras miradas se cruzan, por fin”. Dice el relato. Y entonces, el cuento remonta vuelo en un desenlace muy apropiado para una historia de amor, para una historia de pájaros, para una historia de alto vuelo.

Lo maravilloso de este libro es cómo alterna las diferentes modalidades de articulación entre texto e ilustración: a veces coincidentes, a veces divergentes; a veces el texto anticipando a la ilustración, a veces la ilustración anticipando al texto; a veces dobles páginas sin texto, a veces páginas con texto y sin ilustración. Y todo ello con una estricta economía de recursos gráficos y textuales, con lo cual hace que toda la historia se perfile como un proceso de modelaje, un proyecto que parece estar trazando los planes de una conversión: la de un niño en pájaro, la de una imposibilidad en una posibilidad, la de la indiferencia en el amor.

No hay nada más parecido a un pájaro que un libro. Las tapas y las páginas, una vez a medio abrir, pueden simular las alas que se despliegan para volar. Así y todo, que un libro vuele no depende tanto de la mecánica del objeto como de la forma en que narra una historia, y de cómo nos ilusiona con ello. “El día que me convertí en pájaro” logra levantar vuelo e ilusionarnos: como un libro, como un pájaro, como una bella historia de amor.

 

 

 

 

 

«Alma y la isla», o de cómo escribir una novela entre demonios y amuletos mágicos

Llegó de la mano de mi padre. Era muy negra. Solo se le veían los ojos blancos y asustados y los bucles cayéndole por las mejillas.

Para llegar hasta aquí había hecho un viaje muy largo. Yo lo sabía. Pero a mí solo me parecía un demonio.

Quien narra es Otto. Un niño de 10 años que habita en una isla del Mar Mediterráneo, a medio camino entre la costa de Túnez y la península italiana. Y esa es la primera impresión que le causa Alma, una niña de Etiopía, que acaba de ser salvada de un naufragio por el padre de Otto, pescador de la isla, quien la llevó a vivir a su casa, pues estaba sola y perdida.

Es la primera impresión de Otto, sí, y también es la primera impresión que nos causará la lectura de esta novela: «Alma y la isla«, escrita por Mónica Rodríguez e ilustrada por Ester García. Una novela que comienza sin concesiones y termina igual, 43 capítulos y 117 páginas después.

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«Alma y la isla», de Mónica Rodríguez, ilustrada por Ester García, Editorial Anaya, 2016. XIII Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil.

Los primeros capítulos nos hablan de una isla que se ve enfrentada al drama de la inmigración ilegal: la llegada de los ahogados.

El mar dejó de ser azul.

No fue fácil acostumbrase a ver los cuerpos meciéndose entre las olas. O las filas de muchachos, de mujeres, de hombres empapados, tiritando bajo las mantas que les entregaban los de salvamento.

Habla de cómo los habitantes de la isla se acostumbran a convivir con ese desastre, marcando una cierta distancia: una distancia y un acostumbramiento que se rompe para Otto cuando su padre decide llevar a Alma a su casa.

Los siguientes capítulos hablan del conflicto emocional al que se enfrenta Otto cuando intenta dejar de ver a la niña como un demonio que llegó a complicarle la vida, a ocupar su espacio vital, a exponerlo frente a sus amigos y amigas, a convertirlo en objeto de burla de sus hermanos, a retratarlo frente a su madre y su padre como si él fuera un niño caprichoso y egoísta.

Cuando las cosas se ponen difíciles en la convivencia diaria, rondando la mitad de la novela, Otto acude a un amuleto que le había dado otro inmigrante. Un amuleto mágico, que le permitirá entender a la niña, conocer su historia, reconocerla en su humanidad desvalida, acercarse a ella, ver su dolor y su sonrisa, aceptar sus agradecimientos. Comunicarse. Acompañarla. Entender a la niña y entenderse a sí mismo, sus conflictos, sus temores, sus propias carencias afectivas. Entender a la niña, entenderse a sí mismo y permitir a los lectores acercarse a la historia de Alma, previo al naufragio que la arrastró hasta la isla.

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El amuleto, objeto de mediación entre Otto y Alma. Ilustración interior a media página de Ester García.

Todo el proceso que lleva a Otto desde la impresión demoníaca del inicio hasta un acercamiento entrañable con la niña está escrito con sumo cuidado. Cuidado en el respeto por el conflicto interior del personaje infantil. Cuidado en la maestría que despliega la autora a la hora de iluminar con una concisión rotunda y de un modo entrañable, conmovedor y poético, todo lo que a poco de andar en la novela deja de ser un “tema difícil” y se convierte en una historia, un relato dramático y hermoso, que sucede adentro del lector: un lector que irá hasta el final y llegará conmovido hasta la médula.

Cualquiera podría pensar que, en la vida real, los amuletos mediadores no existen, y que la solución mágica puede ser un atajo para la resolución de conflictos en esta ficción. Pero la escritora parece estar más que avisada al respecto. Por ello, en una de las escenas más conmovedoras de la novela, ya cerca del desenlace, cuando Otto y Alma deciden compartir dos mitades del amuleto mencionado, se produce un diálogo que es iluminador. Otto pregunta a Alma:

—¿Cómo puede ser? —pregunté tocándome el amuleto—. Lo de la magia, ¿cómo puede ser?

Ella se encogió de hombros.

—No magia aquí —dijo señalando su trozo de amuleto—. Magia aquí. —Y puso su dedo en mi corazón—. Y aquí. —Lo llevó ahora hasta mi sien y lo apoyó con suavidad. Sonrió—. Amuleto solo ayuda.

A esa altura, el lector no puede más que dejarse tocar por ese dedo y sentirlo como un roce que pide, que exige casi, acciones verdaderas. Y a tal punto, la autora sabe que no hay soluciones mágicas, que deja un final abierto en la historia. No es un final feliz, no. Nos ahorra esa falsa ilusión. Pero tampoco es un final que paralice. La mesura de la escritora, y su cuidado, llegan hasta el apéndice final.

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Alma, vista por Ester García. Color y juego de detalles poéticos: el barco navegando el pelo azabache de la niña en la dirección de un destino incierto pero mejor; la gacela que escapa del vestido como si quisiera regresar a un estado natural perdido; un sol rojo e intenso en el lugar del corazón.

Una mención aparte merece el trabajo de ilustración de Ester García para esta novela, tan a tono con la escritura en lo que hace a concisión descriptiva y a vuelo poético. Son ilustraciones que en sus detalles subrayan los aspectos mágicos y más sensibles de la trama, y que con su trabajado colorido generan un contraste frente a la oscuridad del asunto, al punto de que parecen querer recordarnos la necesidad de echar luz o la necesidad de ese roce sensible con que los niños pueden indicarnos dónde está el corazón y dónde la cabeza a la hora de entender los dramas de esta vida o de lidiar con los demonios, propios y ajenos.

La novela obtuvo el XIII Premio Anaya de Literatura Infantil y Juvenil; seguramente, de un modo más que merecido.

Contra la eugenesia de la inteligencia emocional: «Bocababa», de Tina Vallès y Gabriel Salvadó

Para @hijotonto, que se lo había prometido.

En el afán de querer eliminar los defectos humanos, suponiendo que así se ahorraban esfuerzos económicos y sociales, los defensores del pensamiento eugenésico del siglo XIX y XX promovieron barbaridades históricas. Hoy día, la ingeniería genética, ya sea bajo un simple diagnóstico prenatal, hace las cosas un poco mejor. Pero los defectos humanos siguen apareciendo, y las sociedades han de convivir con ellos.

Un poco así sucede con los valores y las emociones: que los hay defectuosos, o lisa y llanamente perversos, y que en la conciencia individual o en sus expresiones sociales nos exigen combatirlos a diario. En la actualidad, la pretensión eugenésica de eliminar esos valores “incorrectos” y esas emociones “defectuosas” vendría a presentarse como la “corrección política”, y pasa por querer desterrarlos de la vista del público, incluso antes de que se manifiesten.

Se ha llegado a pensar que eliminando u ocultando la “incorrección” del alcance de los niños nos ahorraremos problemas. En los libros para niños esa actitud es patente: la eugenesia pretende ocultar o borrar de raíz toda aquella obra literaria que manifieste o exprese las distintas formas de la “incorrección” propias de la infancia. Se cree que así estaríamos poniendo a niñas y niños a resguardo de la inmoralidad y ahorrándonos a futuro muchos problemas. Pero la cosa no parece venir funcionando muy bien.

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Chico Ostra / Noi Ostra, de Tim Burton.

Antes de ocuparme del libro del que quería ocuparme hoy, voy a citar un ejemplo de literatura infantil “incorrecta” que está relacionado con esto de la eugenesia. Al día de hoy, un libro como “La melancólica muerte de Chico Ostra”, de Tim Burton, que fue concebido como un libro de poesía infantil ilustrado (y a todas vistas lo es), no podría ser editado en una colección destinada a ese público, y de hecho, tanto en castellano como en catalán, fue publicado en colecciones de libros para adultos.

En uno de los poemas que componen el libro se relata el nacimiento de un niño deforme, un niño con cabeza de ostra. Los padres, y la sociedad circundante, sienten desprecio por esa horrible criatura. Los padres, y también un médico consultado, para dejar bien en claro que el pequeño deforme es una carga improductiva para la reproducción de la sociedad, achacan los problemas sexuales de la pareja a la presencia del monstruito. El infanticidio será acometido por el padre al modo de una acción eugenésica. Luego del filicidio, los padres vuelven a su actividad sexual con la perspectiva de reproducirse.

El poema y la ilustración de Tim Burton se desarrolla en un estilo gótico y macabro. Todo el libro está concebido con ese tipo de humor esperpéntico que caracteriza el conjunto de la obra del autor. Un tipo de humor que provoca, luego de la risa nerviosa, una ternura compasiva hacia los personajes que nos presenta: monstruosos, solitarios, inadaptados, débiles o improductivos. Así y todo, más de un censor apartará al Chico Ostra del alcance de los niños. También al libro se le practicará una suerte de eugenesia, por considerarlo inadecuado.

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Tapa de la versión en catalán de «Bocabava», de Tina Vallès y Gabriel Salvadó.

¿Puede correr la misma suerte un libro como “Bocababa”, escrito por Tina Vallès, ilustrado por Gabriel Salvadó y publicado en castellano, en portugués y en catalán (“Bocabava”) por Fragmenta Editorial en su colección, Petit Fragmenta? Esperamos que no. Si dejamos que niñas y niños lo elijan como lectura y si logramos salvar las alarmas de los censores de turno, creemos que el libro podrá hacer un buen camino.

“Bocababa” resulta uno de esos libros poco frecuentes en el panorama editorial de la literatura para niños actual. Es un libro que cuando uno lo termina de leer se queda pensando en qué es exactamente lo que nos quiso decir. Eso está muy bien. Por lo general, la mayoría de los libros actuales tienen mensajes que redundan en explicaciones y autoexplicaciones facilistas o que caen en vacíos expresivos. “Bocababa” en cambio te pone las cosas más difíciles. Es un cuento humorístico, pero de un humor muy particular. Cuenta una historia de amor y salvación, pero de un tipo de amor y un tipo de salvación muy especial. Tiene un personaje infantil como protagonista, pero es un niño algo deforme y monstruoso. Es un candidato para la eugenesia de la corrección política, pero tampoco parece ser del todo incorrecto. Es un libro que cuando lo terminas de leer, luego de reír, de sentir ternura, de ponerte triste y melancólico, quedas con la boca abierta y la mirada perdida: casi, casi como el personaje central.

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«Un nen sense sort, aquest és Bocabava»: primera doble página interior del libro.

“Bocababa es un niño sin suerte. Tiene un ojo distraído y el otro sorprendido, y se pasa el día tropezando con todo y coleccionando chichones porque no mira donde hay que mirar”. Así comienza el texto del cuento, que en la primera ilustración nos muestra al personaje de ojos desviados, que camina con la boca abierta, de donde le cae un reguero de saliva que se dispersa por la calle. El niño es un solitario. Solo tiene un amigo, tan monstruoso como él, que se pasa la mayor parte del tiempo enfermo. Juega juegos extraños, como seguir hormigas y quedar absorto y babeante ante ellas. La descripción del personaje mueve a risa, primero, y a compasión, después. Bocababa es un esperpento que parece condenado a la exclusión.

Un día sucede algo particular. Una feria ambulante se instala en la calle de Bocababa. En un puesto de juegos, el hombre que lo atiende tiene una cantidad de peces de colores que los jugadores pueden ganar con buena puntería a los dardos. A instancias del hombre, Bocababa lo intenta. Un desastre. El hombre que atiende el puesto, y que se salva por poco de que un dardo le atraviese un ojo, igual le concede un premio al niño. Le dará uno de los peces. Pero uno muy particular. El pez se llama Raquitín (Secalló en catalán y Vira-Tripas en portugués) y es tan esperpéntico como el mismo Bocabava: no tiene color, de tan raquítico es transparente, está viejo porque nadie se lo lleva cuando acierta a los dardos, y además “tiene un ojo distraído y el otro sorprendido”. Por aquello de que siempre hay un roto para un descosido, Bocababa y Raquitín se van juntos.

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Raquitín (Secalló, en catalán; Vira-Tripas, en portugués): bien alejado de los demás peces de colores, en un rincón, abajo, a la derecha, casi invisible.

A partir de ahí, la vida de Bocababa hace un vuelco. Por primera vez, el niño tiene algo por lo que ocuparse y tiene a alguien que parece preocuparse por él. Pero que nadie espere finales felices ni grandes transformaciones. La vida del niño y la del pez seguirán por los grotescos derroteros de siempre, salvo que ahora estarán juntos, se querrán mutuamente, y hasta habrá alguien que los felicite por eso. Lo demás en el texto, así como en la ilustración, es pura forma, y se sostiene en un humor delicadamente grotesco y brutalmente tierno, si se me permite el juego de los oxímorones: todo muy similar a lo que resulta en el Chico Ostra de Burton. Un humor logrado sin estridencias en el texto y mediante unos dibujos que por sobre lo caricaturesco y lo exagerado, no dejan de expresar la ternura con la que poco a poco nos envuelve la historia.

Si no hemos perdido la facilidad de la risa que tienen los niños ante la deformidad, ante lo que falla, ante el error, ante la bobera, ante lo inadaptado e inadaptable, ante lo incontrolado, ante lo que se desvía de la trayectoria de lo correcto y lo normal, ante lo que se tropieza y cae: este libro nos moverá a risa. Al menos en una primera instancia. Luego, quizás, nos mueva a la melancolía, e incluso a la tristeza. Porque no hay nada más melancólico y triste que la resaca que nos deja la risa (el reírnos de, el burlarnos de, el humor) que nos provocan los defectos, las carencias, los esfuerzos mal encaminados de los demás. ¿Y por qué nos reímos de eso? ¿Y por qué es triste después? Nos reímos para tomar distancia, para protegernos, para apartarnos: cuando nos reímos, los torpes, los deformes, los anormales son los otros, no somos nosotros. Y nos ponemos tristes porque más tarde o más temprano, descubriremos que los defectos, las carencias y los esfuerzos desmedidos para manejarnos con la realidad, de una u otra forma, también son los nuestros.

En la actualidad no estamos siendo conscientes de que la corrección política —que en su esfuerzo eugenésico respecto de los malos pensamientos infantiles, que en su compulsión a ocultar la risa maliciosa (o la maldad misma) de la vista de los niños, que en su intento de eliminar las burlas en pro de falsos respetos, que en su obsesión por intentar borrar de nuestro horizonte de expectativas la tullidez del tullido, la deformidad del deforme o la brutalidad del bruto, la monstruosidad del monstruo— lo que está haciendo, de última, es privarnos de la posibilidad de reírnos y de reconocer, en el otro, nuestros propios defectos humanos, demasiado humanos, para terminar barriendo todo debajo de la alfombra.

La evolución de la conciencia moral del niño, que ha de procesarse por el camino de la autonomía, requiere primero reconocer la diferencia, procesarla, asimilarla en el rechazo, en la burla, en la risa y hasta en el miedo que genera. Luego, una vez confrontada con esas sensaciones y emociones, la conciencia moral podrá evolucionar, por la vía del autorreconocimiento, hacia la aceptación y el respeto por el otro. Castrar el proceso podría significar reprimir la “incorrección-nuestra-de-cada-día” y congelarla en un estadio inconsciente, desde el cual, con el tiempo, no hará otra cosa que emerger, una y otra vez, imposibilitada de ser reconocida por quien la lleva consigo de manera más o menos culposa, de manera más o menos brutal.

Cuando un libro, cuando una ficción, pone delante del niño la brutalidad de la vida, y no ahorra una dosis de humor respecto de ello, y habilita a la risa, puede llegar a facilitar el proceso de empatía respecto del otro de una manera mucho más potente que cualquiera de esos libros que prejuzgan la situación e imponen, moralina mediante, la corrección política de una actitud que no tiene por base la motivación auténtica ni el valor autónomamente generado.

Percibimos, en nuestra cultura contemporánea, que cuanto más se predica sobre ética más inmoral resulta la sociedad. La hipocresía está a la orden del día. Como está a la orden del día el desprecio (etnofóbico, xenofóbico, homofóbico) por los otros, y lo más indigno (e indignante) de las burlas e insultos que los adultos no escatiman, así como no escatiman recursos a la hora de construir muros en las fronteras, creyendo que los bárbaros son, siempre, los que están del otro lado.

Me llevó un tiempo darme cuenta de qué es lo que más atractivo me resultó en este “Bocababa” de Tina Vallés y Gabriel Salvadó: es un libro que seguramente hará reír a los niños a la vez que les permitirá empatizar con la mala suerte del personaje, hasta terminar enterneciéndose con él. Mala suerte que, en una de esas, es similar a la que se ensaña a diario con cada uno de nosotros. «Bocababa», seguramente, los hará reír, los hará compadecer, y sin ninguna pretensión de adoctrinar en la corrección política, quién te dice que no los haga también crecer en su conciencia moral respecto del cuidado de los otros, los diferentes, los desfavorecidos en la lotería biológica o social.

 

«Prohibido ordenar» y «Tic-Tac»: Punto de vista, tiempos y clases sociales

 

Dos libros para niños me motivan a escribir estos comentarios sobre puntos de vista narrativos en los cuentos para niños. El primero de los libros comienza así:

Tomás trabajaba de sereno en una fábrica. Ese día la noche se le había hecho larga. Cuando llegó la hora de salir, todavía no había amanecido.

El libro se titula “Prohibido ordenar”. Lo escribe Mario Méndez, lo ilustra Mariano Díaz Prieto, lo edita Pequeño Editor (Argentina, 2014).

Prohibido ordenar", de Mario Méndez y Mariano Días Prieto, Pequeño Editor, Argentina, 2014.

Prohibido ordenar», de Mario Méndez y Mariano Días Prieto, Pequeño Editor, Argentina, 2014.

Todo el cuento está contado desde un punto de vista externo a la historia, pero limitado a la perspectiva de Tomás, padre de familia, integrante de la clase obrera.

No abundan los libros para niños que toman una perspectiva así: la del trabajador que regresa en bicicleta a su casa; la del trabajador que vuelve cansado al hogar y se encuentra allí con los rastros, los deshechos, el desorden de las actividades domésticas y familiares que se desarrollan en lo cotidiano de su ausencia.

Desde la perspectiva narrativa de Tomás, el tiempo de trabajo y el tiempo de juego (que no necesariamente es tiempo libre) quedan, en un primer momento, contrastados, separados y en conflicto.

"Prohibido Ordenar", de Mario Méndez y Mariano Díaz Prieto. Página interior.

Tomás trabajaba de sereno en una fábrica… «Prohibido ordenar», ilustración interior.

A Tomás le toca trabajar por la noche, cuando en su casa la familia duerme. Tomás trabaja mientras, en su casa, antes de ir a dormir, sus hijas y su esposa juegan. Tomás cumple con un orden de trabajo, mientras en la casa lo que se cumple es el desorden del juego. Esa podría ser una rutina, despareja y desfavorable para el trabajador. Pero va a ser que un día sucede algo especial.

Tomás llega a su casa cuando amanece. Al entrar al comedor de la casa, tropieza con un caos de juguetes tirados en el piso. Al principio se enfada. Luego, a medida que recoge las cosas, se detiene en cada una, observa, piensa y va adivinando quién dejó tirado qué. En determinado momento encuentra un dibujo de una de sus hijas. Lo mira. En el dibujo aparece la familia bajo un arcoíris. El enfado inicial, el del cansancio, el que le provocó tropezar con el desorden encontrado, se transforma en otra cosa. Tras descubrir el dibujo, Tomás comienza a imaginar, a partir de cada juguete que va recogiendo, cómo fue el juego durante su ausencia, quién jugó a qué y con quién, cómo jugaron sus seres queridos.

"Luego empezó a guardar...". Ilustración interior.

Luego empezó a guardar… «Prohibido ordenar», ilustración interior.

Tomás no solo adivina los juegos, sino que también parece entender su ajenidad respecto de la escena doméstica del juego (¿entiende su enajenación?). En ese momento aparece su esposa, recién levantada, que entre los bostezos matinales se disculpa por el caos. Tomás no se molesta. Es más, desde ese día, prohíbe ordenar. Prefiere hacerlo él, todas las mañanas. Es la forma que encontró para ser parte del juego familiar en el que no puede participar. Es la forma que encuentra para subvertir los tiempos del trabajo y los del juego.

El otro libro que me lleva a pensar en estos asuntos es “Tic-Tac”, escrito por Grégoire Reizac e ilustrado por Jörg, publicado por Takatuka (España, 2013).

"Tic-Tac", de Grégoire Reizac y Jörg, publicado por Takatuka (España, 2013). Hay versión en catalán y castellano.

«Tic-Tac», de Grégoire Reizac y Jörg, publicado por Takatuka (España, 2013). Hay versión en catalán y castellano.

Este cuento está narrado en primera persona por una niña: su punto de vista es el que da la pauta del relato. El tiempo del cuento comienza a transcurrir por la mañana, cuando el padre se apronta para ir a trabajar. El padre aparece como un personaje desquiciado. Corre por un pasillo, supuestamente desde el lavabo a la cocina. La niña lo ve desde su dormitorio, donde está jugando, dándole una mamadera a un gato. La niña nos informa que su padre ha perdido diez minutos entre que se levantó y desayunó. Las quejas del padre por el tiempo perdido, parecen ser una constante en la rutina de la casa por las mañanas. La niña comienza a reflexionar sobre eso: sobre los minutos que se pierden.

La madre queda en casa. La vemos recostada en un sillón hablando por teléfono. La niña piensa que la madre encuentra los minutos que pierde el padre y los guarda para sí. La niña dice que la madre tiene minutos en cantidad. Por eso, es ella quien reparte los minutos, es ella quien los da. “Te doy diez minutos para ordenar la habitación”, dice la madre a la hija, que regatea y pide veinte. La madre es la que administra el tiempo doméstico: le da tiempo a la hija para despertarse y salir de la cama; le da tiempo para desayunar; le da tiempo para mirar la tele; le da tiempo para hacer la tarea escolar. Le da tiempo para ordenar.

Darle tiempo. "Tic-Tac", ilustración interior.

Darle tiempo. «Tic-Tac», ilustración interior.

La niña regatea minutos y los guarda como si fueran monedas; los guarda para cuando sea grande, cosa de que si los pierde como su padre por las mañanas, o como los conductores de vehículos en los embotellamientos de tránsito, no haya problemas. El padre dice que el tiempo es oro, y la niña, irónicamente, sueña con enriquecerse a medida que acumula minutos perdidos.

Obviamente, la enajenación del tiempo se vive de manera muy distinta en los dos cuentos. Las clases sociales representadas son distintas. Las actitudes vitales son distintas. Las actitudes de los personajes principales son distintas: uno, Tomás, el padre de la clase obrera, busca reconciliar en la tarea de poner orden los tiempos socialmente separados; el otro, el padre de clase media, no busca más que ganar tiempo, mientras el “tic tac” del título parecería el sonido del mecanismo de un detonante más que el sonido de un reloj.

Embotellamiento. "Tic - Tac", ilustración interior.

Embotellamiento y desquicio. «Tic – Tac», ilustración interior.

Los puntos de vista narrativos son distintos. Pero ambos cuentos tienen en algo en común: abordan el gran problema de la vida cotidiana en el mundo contemporáneo. La enajenación de la vida cotidiana respecto del tiempo vital (y viceversa) y las posibles vías de reconciliación: abiertas o cerradas.

San Agustín decía que todos sabemos lo que es el tiempo, pero que si nos preguntan qué es, ya no sabemos cómo contestar. En todo caso, hay prácticas sociales distintas frente a la cuestión del tiempo vital. Esas prácticas, de última, son las que definen el asunto. Y la pertenencia a distintas clases sociales (obreros-clase media) o a distintas clases etáreas (niños-adultos) o a distintos géneros (masculino-femenino) brinda distintas experiencias y posibilidades.

Tomar en cuenta esas diferencias puede iluminar un relato y un punto de vista narrativo distinto. No tomarlas en cuenta puede oscurecerlo todo. Contrastar esa diferencia en los cuentos para niños es un ejercicio iluminador sobre los condicionantes sociales que se ejercen sobre la vida misma. Porque en ellos, en los diferentes cuentos, puede radicar, para el lector infantil, la apertura de un tiempo por venir incondicionado, un tiempo que aún no, un tiempo no acumulable ni ordenable. Un tiempo libre, sí: que no es necesariamente el del juego. Tampoco el de cualquier lectura.

«Una nit bestial», cuento de Meritxell Martí y Xavier Salomó

Cuando era niño le tenía miedo a la oscuridad. No a cualquier oscuridad: le tenía miedo a la oscuridad de la calle. Tengo un recuerdo muy nítido de esa experiencia. Era en verano, en el balneario donde pasábamos las vacaciones. Yo volvía de una cancha de voleibol donde solíamos pasar la tarde y la noche. La cancha estaba a tres calles de mi casa. El balneario no estaba urbanizado y no había luces en las calles, que eran de balastro. El Bosque, se llamaba el balneario. Era una noche sin luna. Yo sentía miedo caminando esos escasos 300 metros que separaban la cancha y la casa. Miedo de verdad. Miedo del que te queda grabado para siempre, y que cada tanto revive con nuevas formas.

Al leer “Una nit bestial”, este cuento de Meritxell Martí ilustrado por Xavier Salomó, recordé aquello, recordé esto, y lo reviví, ahora, con el alivio distante que siempre regala la buena lectura.

Una nit bestial, 2008, de Meritxell Martí y Xavier Salomó. Editorial Cruïlla (Grupo SM).

Una nit bestial, 2008, de Meritxell Martí y Xavier Salomó. Editorial Cruïlla (Grupo SM).

La historia comienza con un niño y una madre que regresan por la noche a su casa. Van en coche. Atraviesan el bosque por una carretera deshabitada. Conversan sobre muchas cosas, pero todo apunta a que conversan para espantar un miedo que sobrevuela la noche y se cuela adentro del auto. Un miedo al que la conversación puede mantener a raya.

A medida que avanzan por la carretera oscura, se van cruzando con distintos animales: primero un zorro, luego un erizo, una familia de patos, una lechuza, una serpiente, un jabalí, una ardilla herida, el perro de un vecino. No se cruzan con ningún auto. Y eso, la soledad de la carretera poblada de animales, genera un misterio que alimenta tanto la conversación de madre e hijo, como el miedo que la noche azuza en medio de la oscuridad y la extrañeza.

Doble página interior: ¿un incendio en el bosque?

Doble página interior: ¿un incendio en el bosque?

Cada cruce con un animal es un episodio en el transcurso narrativo que va acumulando tensión y suspenso. ¿Qué sucede en el bosque que hay tantos animales dando vueltas y atreviéndose a cruzar la carretera? ¿Qué sucede que no hay autos en la carretera? Postergar las respuestas a estas preguntas son la clave que sostiene en vilo la lectura atenta, el querer saber más del lector bien enganchado.

Lo genial de la puesta en página de esta historia está dado por la combinación de dos relatos. El del recorrido en auto sería el «relato uno», narrado únicamente mediante los diálogos entre made e hijo. A medida que avanzamos en la lectura, y que acompañamos el recorrido en coche de nuestros personajes, cada vez que ellos se cruzan con un animal y comentan el episodio, nos encontramos, inmediatamente, una doble página ilustrada, sin texto, que nos muestra, en retrospectiva, que durante el día hubo un pájaro mensajero repartiendo cartas en el bosque. Luego del encuentro con el zorro, en el primer episodio del «relato uno», tenemos una doble página que ilustra cómo el pájaro dejó una carta en la casa del zorro. Lo mismo sucederá con el erizo, la familia de patos, la lechuza, la serpiente, el jabalí, la ardilla herida. He ahí un segundo relato, el «relato dos», que avanza sin palabras mediante las ilustraciones, siempre geniales, de Xavier Salomó, y que genera otra línea de misterio: ¿qué son esas cartas?, ¿acaso contienen la clave del misterio del «relato uno»?, ¿nos explicarán al final por qué esta noche hay tantos animales en la carretera?

Doble página Interior. Sin texto. La imagen contando la historia secreta.

Doble página Interior. Sin texto. La imagen contando la historia secreta.

En la primera de las “Tesis sobre el cuento”, Ricardo Piglia afirma que un cuento siempre cuenta dos historias. Hay una historia que se cuenta en la superficie (para el caso de “Una nit bestial”, la historia del regreso a casa por la noche, el «relato uno»), mientras que hay otra historia que se construye en secreto (para el caso, la historia de las cartas repartidas entre los animales del bosque, el «relato dos»). “Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario”, dice Piglia, y agrega: “El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie”, con lo cual se dilucidan a la vez los dos relatos.

En este libro, lo que más me gustó, y me parece una ocurrencia buenísima (no recuerdo haberlo visto así logrado en otros libros dirigidos a primeros lectores: así, con esa combinación de relato dialógico e ilustración silenciosa en retrospectiva), es que la historia secreta se cuenta con ilustraciones que se intercalan, a doble página, sin texto, allí donde narrativamente están los puntos de sutura entre las dos historias. Ilustración y escritura (que van de la mano durante todo el relato, o mejor dicho: durante los dos relatos y la historia única) se fusionan al final, cuando se nos revela el secreto de las cartas repartidas por el pájaro-cartero, y así de dilucidan, en un solo movimiento, y con un toque de humor (que está presente en todo el relato, porque se sabe que es un buen antídoto frente al miedo), las dos historias, que no dejan de ser una y la misma.

La escritura de Meritxell Martí fluye en el diálogo y tensiona la narración, y las ilustraciones de Xavier Salomó refuerzan ese juego de suspenso con una economía gráfica que, a la vez de alimentar lo sofisticado del juego narrativo, aligera el relato, pero sin dejarnos perder detalle y sin disminuir en nada el suspenso que genera la lectura. Escritora e ilustrador hacen un tándem genial, sin dudas, para acometer un libro que fue publicado en 2008 y ya va por la cuarta edición (en catalán, hay otra en castellano), confirmando así que la buena literatura se abre camino cuando está bien tratada y cuando aborda asuntos intensos y básicos de la infancia que, tal como empecé esta nota, dan cuenta de experiencias arcaicas nunca del todo domeñadas.

UNA NIT BESTIAL (2008, 4ª. Edición, 2015)
Meritxell Martí, texto.
Xavier Salomó, ilustración.
Editorial Cruïlla (SM). Colecció El Vaixell de Vapor Blanc, Primers Lectors.
Català (Hay edición en castellano: Una noche bestial.)