“Saltamontes va de viaje»: un Arnold Lobel de paradojas magistrales.

Diversas circunstancias me llevaron en los últimos tiempos a ocuparme de la obra literaria de Arnold Lobel (Los Ángeles, 1933 – Nueva York, 1987). Una de ellas, quizás la más grata, ha sido la reciente recuperación del que para mí es uno de sus libros más significativos: “Saltamontes va de viaje”, publicado por la Editorial Kalandraka.

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“Saltamontes va de viaje”, de Arnold Lobel. Versión original de 1978: Grasshopper on the Road. Para la edición de 2017: traducción al castellano de Pablo Lizcano; traducción al catalán de Maria Luchetti, con el título “El viatge del Saltamartí”; traducción al gallego de Xosé Manuel Lizcano con el título: «Saltón no camiño».

Una edición que se viene a sumar a la publicación, también en 2017, y por primera vez en catalán, de otro de sus libros: “Mussol a casa” (Owl at home, de 1975), publicado por el sello Ekaré, con traducción de Gasol Trullols. Que se suma, además, a la recuperación, en el mismo 2017, de los cuatro libros de “Sapo y Sepo” (Frog and Toad, de 1970, 1971, 1976 y 1979) en el sello Loqueleo, que ofrece las versiones de Pablo Lizcano (de 1979, 1980, 1981 y 1985, respectivamente), publicadas entonces, y por muchos años, en el sello editorial de Alfaguara Infantil. Y que se suma a la recuperación, otra vez por parte de Kalandraka, de “El libro de los Guarripios” (Book of Pigericks, 1983) que en su momento (1995) había publicado la editorial Altea y era imposible de encontrar.

Como se puede apreciar, a 30 años de su muerte, Arnold Lobel continúa muy presente en el mundo lector de lengua castellana y catalana.

¿Por qué este libro en particular me resulta uno de los más significativos del autor? Porque en apariencia se sale de lo que son las características generales y más fácilmente reconocibles de su obra (al menos de esa parte de su obra que ha circulado en castellano, y por la que mejor se lo conoce en nuestra lengua), a la vez que deja ver, quizás con más claridad que en los otros libros del autor, cuál es la clave de su cuentística: la elisión piadosa del carácter paradójico de la vida; eso que, a esta altura, y 30 años después de su muerte, considero que ha hecho del autor un clásico y un maestro de la LIJ contemporánea.

El personaje central del libro, tal como sucede en toda la obra de Lobel, es un animal con rasgos muy humanos: un saltamontes.

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“Este camino me parece bonito –dijo Saltamontes”

Pero la primera diferencia sustancial de este libro respecto de los otros del autor es que no nos remitirá a un universo hogareño, sino que propondrá, justamente, romper con la estrechez y cercanía de ese universo, que es tan propio de Lobel, y lanzarnos a uno de los grandes temas literarios: el viaje.

 “Saltamontes quería hacer un viaje.
«Encontraré un camino –pensó–. Seguiré ese camino adonde vaya.
Una mañana Saltamontes encontró un camino.
Era largo y polvoriento.
Subía por las colinas y bajaba a los valles.
–Este camino me parece bonito– dijo Saltamontes–.
¡Esta es mi ruta!”

Así comienza el libro. Esta es la introducción a lo que será el viaje del saltamontes y los seis relatos que componen el volumen.

Hablar de grandes temas literarios para referir el viaje de un saltamontes puede parecer una exageración, pero tratándose de Lobel se justifica, porque considero que es ese tipo de tensión paradojal lo que el autor quiere remarcar y ofrecernos con esta historia: la aventura y la sustancia humana de un gran viaje puede acontecer en un espacio estrecho y en un tiempo breve. Esta será la primera paradoja oculta del libro, entre otras tantas.

Lo que se relata del viaje, en principio, dura un día. Comienza por la mañana y termina al anochecer. El recorrido contempla: un tramo de un camino polvoriento; una subida a una escarpada colina; una carrera colina abajo; la travesía de cruzar un charco; una parada a media tarde al borde del camino para descansar; otro tramo más de camino hasta el anochecer; la búsqueda de un lugar al costado del camino para descansar durante la noche. En ese espacio y en ese tiempo se sucederán seis encuentros: el primero con una manifestación de un club de escarabajos fanáticos amantes de las mañanas; el segundo con un gusano malhumorado y necio que habita en una manzana; el tercero con una mosca barrendera obsesionada con la limpieza del polvo; el cuarto con un mosquito barquero que hace gala de una absoluta rigidez normativa; el quinto con tres mariposas que practican una rutina inconmovible; el sexto, y último, con dos libélulas que alardean de su velocidad para volar y nos presentan un modo de vida estresante al punto de lo insoportable. A los seis encuentros sucede un epílogo, que es cuando el Saltamontes se acuesta a dormir y con lo que, de un modo muy abierto, se cierra el libro.

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Del encuentro con la mosca barrendera: “Limpio, limpio, limpio –decía una mosca, que estaba barriendo el camino”.

Cada uno de esos encuentros del saltamontes da pie a un breve relato que pone en práctica lo que en su momento resaltó Yolanda Reyes acerca del estilo literario de Lobel. Lo hizo en un artículo titulado “Arnold Lobel o la poética de las pequeñas cosas” (publicado en la revista “Cincuenta libros Sin cuenta”, N° 1, Bogotá, Fundalectura, 1997, citado en un monográfico de Roberto Sotelo para la Revista Imaginaria), donde en resumen dice que:

…casi podría afirmarse que ese formato riguroso (el de la colección de los libros ‘easy readers’ donde originalmente publicó el autor el grueso de sus cuentos) lo llevó a consolidar ese estilo suyo, tan contenido, y esa simplicidad esencial, en el sentido poético —no simplificador— de la palabra. En efecto, uno de los rasgos estilísticos más notorios en su obra, desde ese entonces, ha sido su laconismo deliberado, en virtud del cual logra pintar, con las palabras esenciales y con los trazos esenciales, lo que constituye también la esencia de la condición humana.

El laconismo, la ternura, la ingenuidad, lo conmovedor, lo íntimo y recogido, lo cuestionador en sus preguntas, la sabiduría experiencial propia de la narración oral que se vuelca en su escritura, todo ello es una marca distintiva en la escritura de Lobel. Podríamos agregar, respecto de su estilo de ilustración, con sus trazos sueltos y finos, con su paleta apagada, con su atractivo aire de tranquila tradicionalidad, que en ningún momento llega Lobel a contradecir los rasgos del estilo de escritura antes compilados, ni la modernidad de sus intenciones literarias y, en todo caso, que la ilustración oficia como un complemento descriptivo a la sencillez de la escritura narrativa del conjunto.

A estos rasgos de estilo hay que sumar otra característica importante de la obra de Lobel: es aquella que lo coloca en la línea de lo mejor de la cuentística moderna norteamericana. Pienso que si su obra llega a cobrar la dimensión clásica y canónica de la literatura infantil es por la forma en que asimila y se inscribe en esa línea maestra del cuento moderno norteamericano que va desde Ernst Hemingway hasta uno de los mejores contemporáneos de Lobel: el mismísimo Raymond Carver.

En sus breves relatos, Lobel hace uso de uno de los recursos narrativos más utilizado en el cuento moderno norteamericano: la elisión, esa idea del iceberg con la que Hemingway definió su cuentística y que luego Carver llevó a un extremo al pedir al cuento que mostrara sin contar (“Show, don’t tell”). La elisión, que exige siempre un lector atento y vigilante, un lector que sea partícipe de lo relatado, un lector que esté dispuesto a reconstruir lo que se oculta en el relato, es uno de los recursos con los que Lobel mejor dirige sus cuestionamientos y con los que mejor transmite su experiencia vital. La elisión, que es la forma moderna en que el relato, como teorizaba Piglia, cuenta dos historias —una en la superficie, otra en secreto—, y que lo hace como si hubiera una sola historia, porque lo más importante se alude, se muestra, se hace notar, pero nunca se cuenta de manera explícita.

¿Qué es lo que estando oculto y elidido del relato igual se hace notar en cada una de las seis historias que suceden durante el viaje de Saltamontes? La perspectiva de que cuando alguien asume un proyecto de vida propio, elegido en libertad y de manera autónoma (encontrar un camino y seguirlo adonde vaya, es lo que desea Saltamontes) ha de enfrentarse, por un lado, con una cantidad de personajes rígidos, intolerantes, exponentes de formas de vida sobre las que cabe la sospecha de si se trata de una buena vida. Así es que el saltamontes se topa con los escarabajos, que en el momento que él manifiesta que además de gustarle las mañanas le gustan las tardes y las noches lo expulsan del club con violencia; con el gusano, que reprocha con necedad al saltamontes el mordisco que este dio a la manzana, porque es su casa más allá de que luego sepamos que era fácilmente sustituible; con la mosca barrendera, que termina por lanzarle encima al saltamontes el polvo del camino, porque no puede detener su faena siquiera para conversar un rato; con el mosquito barquero, que por estar tan atado a sus normas no puede reconocer la realidad más evidente de su inutilidad a la hora de transportar al saltamontes; con las mariposas, que terminan por exigirle al saltamontes que se incorpore a las rutinas a las que están atadas para “siempre”; con las libélulas, que tan preocupadas por hacer todo a la máxima velocidad son incapaces de darse un momento para contemplar y apreciar la belleza de la vida que las rodea.

Por otro lado, y mal que le pese a nuestro protagonista, es posible que también deba enfrentarse con el hecho de que él mismo puede caer en rigideces de ese tipo. En secreto, las seis historias sugieren que es posible que los personajes de turno piensen en estar haciendo una vida buena o una vida recta, pero que, en el fondo, y esta es otra paradoja, esa vida podría estar deshaciéndolos. Y así, Lobel va un paso más allá y pone en entredicho, incluso, que el saltamontes puede salir de ese círculo de rigideces y de ese bucle de paradojas.

Cada una de los encuentros del saltamontes, una vez que el vínculo entre él y los personajes que aparecen se tensiona, culmina con una frase que se repite como un tozudo estribillo: el saltamontes manifiesta muy discretamente su desconcierto o su disconformidad con lo experimentado en los encuentros y al final, siempre, “sigue camino adelante”.

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“–Fue un placer –dijo el mosquito. Saltamontes le dijo adiós con la mano y continuó andando camino adelante”.

En todo momento, hay una gesticulación piadosa por parte del saltamontes respecto de los otros personajes, como si él supiera que no puede hacer prácticamente nada respecto de los desaciertos vitales de los demás, salvo practicar una discreta tolerancia ante lo que en principio resulta absurdo. Eso es patente en el caso del mosquito barquero, donde la piedad del saltamontes es conmovedora en extremo y donde su tolerancia no tiene límites. Pero hay un momento en el que el saltamontes parece perder la paciencia. Es cuando se encuentra con las mariposas, que insisten en que Saltamontes se sume a la vida porfiadamente rutinaria que ellas tienen:

–No –dijo Saltamontes–. Lo siento, pero no estaré aquí. Estaré de camino. Estaré haciendo otras cosas.
–Es una pena –dijeron las mariposas–. Te echaremos de menos.
Saltamontes, ¿de verdad haces algo diferente cada día de tu vida?
–Siempre –dijo Saltamontes–.
¡Siempre, siempre!
Dijo adiós a las mariposas y echó a andar rápidamente camino adelante.

El cambio en el tono de voz de Saltamontes, la repetición de ese “siempre” que da título al episodio, el hecho de negarse y contraponerse de manera rotunda a lo que le proponen las mariposas: eso es lo que nos insinúa, por contraste con la mesura de todos los otros episodios, el estado de ánimo del personaje central a esa altura del viaje. Y en ese cambio se manifiesta la gran paradoja que subyace en todos los cuentos del libro: lo que en la superficie se afirma, se niega en secreto por debajo. Porque en esa tozuda y contundente respuesta del saltamontes se deja ver que él también, al final, se ata a una norma, se aferra a una rutina (la de seguir “camino adelante”), se obsesiona con una conducta a la que queda adherido más o menos igual que los escarabajos amantes de las mañanas, o que el mosquito barquero que estipula al detalle cómo son las normas para cruzar el charco, o que la mosca que hace del barrer una tarea de Sísifo, o que estas mariposas que “siempre, siempre” hacen exactamente lo mismo y del mismo modo.

En el último relato del libro, cuando Saltamontes deja atrás a las mariposas, parece tornar la calma para él: eso es así cuando su caminar pausado y contemplativo se contrapone, al final de la tarde, a la estresante velocidad de las libélulas. A Saltamontes le queda, para terminar el día, buscar un lugar donde descansar.

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“Saltamontes estaba cansado. Se tumbó en un lugar blando. Sabía que por la mañana estaría todavía allí el camino, llevándole más y más lejos a cualquier parte que quisiera ir”.

La escritora y filósofa Ellen Duthie, en un excelente artículo de su blog, “Preguntas desde el hogar. La mirada científica y filosófica en Arnold Lobel”, donde además de repasar el asunto del título intenta explicar por qué la obra del escritor norteamericano no ha sido atendida por la crítica como era de esperarse, dice lo siguiente sobre los personajes de Lobel, y en particular sobre nuestro Saltamontes:

Los personajes de Lobel son más bien caseros. Como mucho, de vez en cuando, se aventuran a dar una vuelta a la manzana. Es raro que pasen mucho más de media hora fuera de casa. Y cuando lo hacen hay un motivo y un destino claro sobre todo. En ‘El Tío Elefante’, viajan de una casa a otra y de vuelta a la casa original. En ‘Saltamontes en el camino’, el Saltamontes hace del camino su hogar… El camino es conocido, es lo que te encontrarás a la mañana siguiente al despertar, es reconfortante como el hogar.

Estoy de acuerdo con la idea general sobre el carácter “casero” de los personajes de Lobel, si bien pienso que esto es nada más que una de las estrategias mediante las cuales el autor quiere acercarse al universo infantil, y construir desde ahí sus relatos, sin acotarlos a ninguna edad lectora. Pero eso que en sus historias sucede en la superficie de un lugar hogareño, doméstico, tiene unas resonancias de carácter universalista que van mucho más allá de la estrechez de esos escenarios (un poco como sucede en la narrativa carveriana, tan apegada a la sordidez de los interiores). En esta estrategia de Lobel de pintar la casa hay mucho de una vocación paradojal de querer pintar el mundo, lo que coincide con la visión que me hago de la obra global del autor, donde la elisión de lo paradójico es central: se habla de lo pequeño para referir lo grande; se menciona lo cercano, para aludir a lo lejano, y así por delante. En todo caso, entiendo que en este libro, en particular, ese carácter paradojal de su literatura se dimensiona de manera más clara, y si el saltamontes «hace del camino su hogar» y del viaje un andar por casa, es por la necesidad del autor de remarcar el sustrato de la gran paradoja que antes señalamos: incluso allí cuando crees que estás viajando, terminas por quedar parado; incluso allí donde crees que estás haciendo una vida abierta, libre, sin rutinas, terminas por caer en ellas; y todas estas paradojas, a la postre, resultan conflictivas sin terminar de resolverse, salvo en la ilusión superficial de lo inmediato, salvo en la ilusión literaria de los finales de cuento.

Lobel logra escribir estos cuentos de “fácil lectura” —que en apariencia resultan muy sencillos, pero que encierran una complejidad literaria enorme—, de una manera tal que niñas y niños hacen en ellos un tipo de lectura que a la vez de resultar humorística y llena de piadosa ternura deja plantada la semilla de una reflexión profunda sobre la condición humana. Hacer con una maestría sin igual esta propuesta literaria para niños y lograr fascinarlos en torno a las resonancias cuestionadoras que generará en ellos la lectura o la escucha de sus relatos es, de última, lo que convierte a Lobel en un maestro y lo que lo erige a la altura de un clásico de la LIJ contemporánea.

La última paradoja en torno a Lobel es el hecho de que su vida haya sido de tan corta duración y que su obra sea de tan largo y sostenido alcance: eso que al final parece una mala broma que el destino no se ahorró para él.

Álbumes románticos: ¿»Rosa a pintitas» mata «niñas rebeldes»?

En estos últimos tiempos han surgido una cantidad de libros álbumes crossover (cruzados, transversales, sí, pero me encantó que la comercial de una editorial los clasificara así, al referirse a unos libros dirigidos a todo público: infantil, juvenil, adulto) que ponen en tema la cuestión de la nueva oleada de la rebelión de género.

Ha crecido y se ha expandido la movilización de las mujeres en todo el planeta. Mujeres que reivindican —una vez más— derechos, igualdades salariales, conciliación familiar y que se detenga de una vez la violencia machista: los feminicidios, claro, pero también el acoso sexual en todas sus manifestaciones, desde el piropo invasivo hasta el chantaje laboral, desde la utilización de la imagen de la mujer para efectos comerciales hasta la objetualización de sus cuerpos y la cosificación mediática. En fin, una movida que apunta a poner en cuestión los preconceptos, las ideas y los esquemas románticos sobre el amor, arraigados en la ideología patriarcal y burguesa desde hace unos cuantos siglos. Acompañando esta eclosión, como decía antes, han aparecido unos cuantos de esos libros crossover que buscan, no sin cierto oportunismo comercial, y muy apegados a lo políticamente correcto, potenciar una imagen de la mujer activa, repasando las vidas de mujeres que escaparon a los estereotipos de género y que dejaron una huella feminista en sus distintos ámbitos de acción, a la vez de cuestionar las imágenes que los cuentos infantiles tradicionales (cuentos populares, cuentos de hadas) transmiten sobre la niña y la mujer. Uno de los más destacados, entre estos títulos, ha sido, sin dudas, “Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes”, compilado por las italianas Elena Favilli y Francesca Cavallo, donde participaron muchas ilustradoras (hay edición en catalán). Un libro que comenzó con un proyecto de micromecenazgo multimillonario y culminó con una edición mundial en manos de uno de los grupos editoriales más grandes del mundo.

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«Cuentos de buenas noches para niñas rebeldes»: de micromecenazgo millonario a bestseller profeminista.

Ante un movimiento de estas características, ante la acción decidida y sonora de cualquier sujeto social, siempre es esperable algún tipo de reacción. Y así como Cathherine Deneuve se pone al frente de las firmantes de un manifiesto en contra de la movida del  #MeToo”, en algún lugar del mundo editorial independiente y de vocación artística, debía aparecer un libro, también croosover, que respondiera a la proliferación de esos otros libros sobre mujeres rebeldes, y que volviera a poner en escena, sin prejuicios, con ciertos cuidados estéticos, y hasta con vocación de provocación, los estereotipos más arraigados de la era dorada del conformismo patriarcal moderno. Para muestra, uno de los mejores ejemplos: “Rosa a pintitas”, de la francesa Amèlie Callot y de la ilustradora canadiense Geneviève Godbout (también hay edición en catalán).

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«Rosa a pintitas»: el romanticismo rosa puesto al día.

El libro “Rosa a pintitas” cuenta una historia romántica en torno al personaje de una joven, Adèle, que regentea una cafetería en un pequeño pueblo costero. La cafetería se llama “El delantal a pintitas”. La joven es elegante, alegre, “adorable y brillante”, y gusta de agradar a su clientela con detalles, entre los cuales no faltan los arreglados ramos de flores o la rosa que coloca como arreglo de su peinado. Una joven servicial al frente de un comercio tradicional de pueblo, el café, donde la gente se encuentra para llorar, reír, gritar, pelearse o quererse: un refugio, “como una pequeña linterna que siempre está iluminada”.

Cerca del café hay una tienda de ultramarinos, un almacén, que es atendido por Lucas, “un muchacho de los alrededores, fuerte como un roble, de esos que se levantan la gorra cuando entran al café”, un muchacho que además “sabe hacer un poco de todo con gran destreza”. Lucas suministra las flores a Adèle y también la ayuda con las tareas. Si a Adèle le toca servir y agradar, a Lucas le toca suministrar y reparar. La división doméstica del trabajo según criterios de géneros se cumple de perillas.

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Lucas y Adèle: o el retorno de los estereotipos de género de los años ’50 (fragmentos de las páginas interiores).

La historia, que hay que reconocer que está bien escrita, propende al encuentro entre estos dos personajes. El encuentro se tejerá a partir de un problema que tiene Adèle: ella no soporta la lluvia. La lluvia la deprime de manera fulminante. Cuando llueve, ella se encierra en su casa, se mete en la cama y no tiene fuerzas para nada: pierde el placer de vivir. Tiene su lógica dentro del esquema propuesto: ¿hay algo más libertino que el pasear libremente bajo la lluvia?

En principio, ella no puede con eso y, tal parece, nadie puede ayudarla. Pero un buen día, comienzan a dejar en la cafetería una serie de objetos que terminarán por ayudarla. Unas botas de lluvia, un impermeable, un paraguas: todos de color rosa; sí, rosa, para que quede claro. Gracias a esta ayuda, que obviamente proviene de Lucas, el hombre fuerte y gentil, ella logrará superar su problema y saldrá a la lluvia para terminar encontrándose con su caballero. Nada de autonomía femenina en la superación del conflicto: lo que hay es la iniciativa del hombre y la subordinada aceptación de la mujer, gracias a lo cual llegamos a un final en el que solo faltará comer perdices.

La ilustración del libro le va de perillas. Una ilustración naturalista, figurativa, pintada a lápiz, muy cercana en estilo a la ilustración de las revistas de moda de los años 50, salvo, tal vez, por el dibujo de contornos sin línea y el granulado visible del lápiz. Un tipo de ilustración vintage, donde la insistencia en el dibujo de los vestidos de faldas largas y ceñidos a la cintura, —eso sí, propio de los años de oro del conformismo cultural de mediados del siglo XX—, colabora a subrayar la “feminidad” que se pretende recuperar y poner en escena ante el embate estético subcultural de las rebeldes y las valerosas de otros cuentos. Que la ilustradora del cuento, Geneviève Godbout, trabaje como ilustradora de publicaciones de moda no parece una casualidad en este proyecto editorial.

Confieso que al leer este libro pensé que la historia estaba ocultando algún elemento irónico que se me escapaba. Lo volví a releer con mucha atención para ver si lo encontraba en las entrelíneas o por detrás de las ilustraciones. Y es que un título propenso a la reacción antifeminista, como este, nos hacía ruido en este presente de proliferación de libros con afán activista de género y, también, dentro del catálogo de la misma editorial que publicó el libro “Oso”, de claro aliento feminista, reseñado hace un tiempo en este mismo blog. Pero tras releerlo no encontramos ningún giro irónico, y tuvimos que aceptar que este libro no es otra cosa que un álbum rosa, y que se posiciona a contracorriente de todos aquellos que buscan superar modelos de feminidad propios de otras épocas, pero que resisten a su caducidad.

Mucho no nos preocupa, porque, en el fondo, desconfiamos de los libros hechos ad hoc en relación con temas sociales de difícil solución, libros destinados a niños y niñas con objetivos extraliterarios, ya sea que tengan un signo de izquierdas o de derecha en sus intenciones ideológicas. Pero sí que nos llamó la atención la presencia de un título así dentro de un catálogo que, en principio, parecía orientado en otras direcciones. ¿Será que hoy en día ningún editor escapa a las tentaciones crossover del mercado librero o será que hay ciertos moldes ideológicos que pueden pasar desapercibidos detrás de una historia escrita e ilustrada de manera “bonita”?

Con preguntar alcanza: «¿Por qué?», de Nikolai Popov

Basta mirar el informativo para darnos cuenta de que son necesarios libros que contengan mensajes fuertes y potentes contra la guerra. Obras de arte que vuelvan a plantear las preguntas más sencillas, las primeras, las que motiven la reflexión.

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¿Por qué?, de Nikolai Popov (1995), Editorial Kalandraka, Pontevedra, 2018.

El artista y diseñador ruso, Nikolai Popov, nacido en 1938, que vivió de cerca los horrores de la guerra, cree que “si los niños y las niñas son capaces de comprender la insensatez de la guerra, si se dan cuenta de cómo es de fácil caer en un ciclo de violencia, quizás en un futuro se conviertan en impulsores de la paz”. Por eso realizó en 1995 este ¿Por qué?, un libro que ahora recupera Kalandraka para su catálogo de “libros para soñar” (publicado en castellano, catalán y gallego).

La historia es bien sencilla: en un escenario bucólico, una ranita solitaria está sentada sobre una piedra olfateando una flor. Su serenidad se hace añicos con la llegada de un ratón con paraguas que se lanza sobre ella y le roba la flor.

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Doble página interior: el inicio del conflicto.

Los padres de la rana toman represalias. Expulsan al ratón y se quedan con el paraguas.

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Doble página interior: la primera represalia.

El conflicto se expande de inmediato y aumenta su virulencia paso a paso, en esa lógica bélica de acciones y reacciones.

El verdor del paisaje inicial, pintado con una delicada paleta de acuarelas y amparado en una brumosa luz veraniega, poco a poco, cede terreno al fragor de las explosiones de violencia, va perdiendo la vitalidad del color y ajusta su paleta a tonos cenicientos y ruinosos. El final es desalentador.

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Doble página interior: el final.

La ausencia de texto en todo el cuento se rompe en la última doble página, cuando en una tipografía adusta y en mayúscula se introduce la pregunta del título: ¿POR QUÉ?

Así, de manera sencilla y potente, la alegoría gráfica, narrada a golpes de imágenes, con un aire inconfundible de fábula, abre el espacio a la reflexión sobre lo insensato de lo acontecido, y sobre sus irreparables consecuencias.

Parafraseando a Idea Vilariño: Inútil decir más / Preguntar alcanza.

Investigar, arriesgar y contar: dos sorpresas

Hoy quería escribir sobre un libro que nos gustó mucho: “La merienda del parque”, de Pablo Albo y Cecilia Moreno, recientemente editado por la Editorial Narval (hay versiones en catalán, euskera y gallego).

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«La merienda del parque», de Pablo Albo y Cecilia Moreno, Editorial Narval, España, 2017

Pero antes, quisiera repasar algo que escribió hace unos días Glòria Gorchs en la revista Faristol, a propósito del libro “Tangram Gato”, de los holandeses Maranke Rinck y Martijn van der Linden. Decía Glòria: “Al día de hoy, cuando parece imposible sorprenderse dentro del mundo literario infantil, es una alegría encontrarse con un libro como este Tangram Gat.” Con esa frase, ella abría la perspectiva a encontrarnos con algo que podría resultar novedoso de verdad. Y no se equivocaba.

No son tantas las ocasiones en que nos sucede esto a quienes trabajamos con libros para niños. Es cierto que las propuestas de calidad abundan, que muchos libros en el correr del año llegan a maravillarnos por su cuidadosa factura: literaria, de ilustración, gráfica, de diseño editorial. Pero encontrarnos con algo “del todo diferente” no es lo habitual.

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«Tangram Gato», de Maranke Rinck y Martijn van der Linden, Editorial Ekaré, España 2017.

Glòria Gorchs señala sobre “Tangram Gat” que el libro va más allá de “un catálogo de virtuosismo ilustrado”, donde la apuesta a contener las imágenes dentro de las siete piezas geométricas del tangram (un cuadrado, dos triángulos rectángulos grandes, dos pequeños, uno mediano y un paralelogramo) construyen a la vez “una historia divertida y fresca, bien resuelta, pensada para primeros lectores”, y que lo hace, justamente, en torno a un personaje que se pone a jugar con un tangram, cumpliendo así la máxima de que contenido y forma se complementen y se refuercen mutuamente.

Entonces, vemos que un libro, que para cuya factura se debe de haber investigado mucho, donde se arriesga al momento de poner en página los resultados, y donde además se cuenta una historia, puede sorprendernos y maravillarnos a la vez. No es lo habitual que suceda, pero sucede. Y nos alegra.

Y que algo de eso —sorprenderse y alegrarse ante un libro diferente— nos vuelva a suceder poco tiempo después, ya es digno de saludar y de comentar. Porque lo mismo nos acaba de pasar con el libro “La merienda del parque”, del que queríamos hablar.

Hace ya unos años que venimos siguiendo a través de las redes el trabajo de investigación que se propuso Cecilia Moreno. Un juego de depuración de estilo, donde recurre a las formas geométricas básicas, en formato pequeño, con un código emparentado con el de la señalética, para crear personajes y situaciones. Un juego donde se aplica a un manejo de colores que apenas se sale de los primarios y los secundarios. Un juego de racionalidades estéticas que parece recorrer, como en una guía, esa línea que va desde el constructivismo hasta la Bauhaus, pasando por el neoplasticismo con roces de afán suprematista, pero sin dejar en ningún momento el espíritu lúdico, infantil y surreal de un Miró.

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Imágenes interiores de «La merienda del parque»

Un juego, sí, pero también un trabajo muy serio de investigación, que ahora, en este libro, da sus frutos, se condensa y se aplica de forma acertada a la creación de una historia pequeña, urbana, donde un niño acomete una merienda en el parque, y eso, ese hecho mínimo, es el motivo de una serie acumulativa de episodios cargados de ese humor que, hace unos días, en un post de FB, Roberto Sotelo denominaba como “deadpan comedy”, o “humor seco”, y que se caracterizaría, según él, “por la inexpresividad de los personajes, que irradian una tranquilidad imperturbable ante situaciones absurdas, patéticas o dramáticas”.

Un libro en el que también cabe señalar, además de la coincidencia entre contenido y forma, el ajustado contrapunto que se da entre la forma del relato escrito y la forma del relato gráfico, donde se apuesta, se arriesga y se sale triunfante, todo lo cual, claro está, nos volvió a sorprender y alegrar.

Dos recomendadísimos, entonces, para este tramo final del 2017.

Cuando el poder cae como una estaca podrida: a propósito del álbum «Daqui ninguém passa!»

Hay momentos en los que el ejercicio autoritario del monopolio del poder estatal en contra de la población civil se demuestra como un absurdo. Asumir la dimensión del absurdo provoca humor, incluso cuando el trasfondo puede ser dramático. De eso va este libro que hoy, de manera muy especial y acorde a los tiempos que vivimos en Cataluña, queremos recomendar con entusiasmo. Se trata del libro, y permítanme que esta vez haga referencia a la edición en catalán: “D’aquí no passa ningú”, de los portugueses Isabel Minhós Martins y Bernardo P. Carvalho, editado por Takatuka en 2017, con edición también en castellano, publicado originalmente en 2014, en Portugal, de la mano de la editorial Planeta Tangerina.

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D’aquí no passa ningú!, de Isabel Minhós Martins y Bernardo P. Carvalho, Editorial Takatuka, 2017

La historia es sencilla. Un buen día, un general, uno de esos de a caballo y con mayúscula voz de mando, decide que las cosas cambiaron, que él manda ahora, y que todos deben obedecer. De un grito da una orden a un soldado raso, a quien coloca en el centro de la página izquierda del libro, indicándole que no puede dejar pasar a nadie hacia la página del lado derecho. El soldado raso, fusil en mano, hace guardia.

Al rato llega un perro a olfatear su inmovilidad. Un hombre que acompaña al perro se dispone a traspasar el pliegue central de la doble página. El soldado da la orden de alto. El hombre pregunta por qué no se puede pasar a la página de la derecha. El soldado explica que su general se reserva esa página en blanco para pasar a la historia cuando le venga de gusto. El hombre se queja: eso es absurdo, dice. Y ya lo pueden escuchar algunas personas que van llegando a la página izquierda: una pareja de bailarines, dos mujeres que pasean con faldas, dos niños que juegan a la pelota, un anciano que usa un bastón para caminar, otro hombre… La página derecha permanece en blanco.

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Doble página interior, con la página derecha completamente en blanco, reservada para el poder absoluto del General.

La historia es acumulativa: a medida que avanzamos páginas descubrimos que más y más gente va llegando a la página izquierda. Gente de todo tipo. Gente muy diferente, diversa. Gente que comienza a quejarse y a protestar. El soldado permanece inamovible, y aclara a los que protestan que él solo cumple órdenes.

En determinado momento sucede algo inesperado. La pelota con la que jugaban dos niños se escapa y pasa rebotando hacia la página derecha. Todos los que llenaban la página izquierda miran sorprendidos, con ojos desorbitados, cómo esa pelota ha roto el orden y ha rebotado a pesar de la orden. ¡Glups!, suelta uno de los niños. Y en la página siguiente, el otro niño pregunta si puede pasar a buscar la pelota. El soldado concede y permite el paso.

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Ese momento en que el poder se delata desnudo en su absurda prepotencia: el momento previo a la desobediencia y la rebelión.

Al romperse el orden, cuando la pelota atravesó el margen, y al darle continuidad a ese mínimo desorden, cuando el soldado dejó pasar al niño, el soldado se hace consciente de que ya no puede ejercer su papel, y se ve obligado a dejar pasar a todos los demás. En ese momento llega el general y grita que qué es ese desorden. Pero su autoridad ya ha desaparecido, y con ella cualquier perspectiva de poder convertirse en el héroe de esta historia.

La página que se reservaba solo para él fue invadida. La gente se rebeló y desbordó lo absurdo de su poder: un poder que apenas podía oponerse a las consecuencias inesperadas de un simple juego de niños. Y el soldado que hacía guardia, y que fue quien se dio cuenta a tiempo de lo inconducente de su intento de hacer respetar ese poder absurdo, pasó a ocupar el lugar del héroe, defendido y aclamado por la gente tan desobediente como él.

Una historia sencilla, sí, pero profunda en lo que hace a la idea y al regocijo antiautoritario, democrático y libertario de que los límites, las órdenes, las leyes siempre pueden ser revertidas cuando la gente entiende que han dejado de ser legítimas, que se han convertido en un absurdo que hay que superar.

Absurdo que, un poco como en el cuento tradicional de “El traje nuevo del emperador”, son los niños quienes, desde la ingenuidad, desde el juego más elemental, ponen en evidencia, desmontando así los mecanismos mentirosos e ilusorios de ese poder.