Sentido sinsentido: la literatura infantil y la cultura globalizadora

Ayer comenzó el Encuentro Regional de Escritores e Ilustradores de la Región, que se desarrolla en el marco de la 12ava. Feria del Libro Infantil y Juvenil de Montevideo. Me tocó compartir una mesa junto a las uruguayas Virginia Brown y Magdalena Helguera y las argentinas Paula Bombara y Sandra Comino. Un lujo las compañeras de faena.

El tema era amplio y difícil de cabalgar: «La literatura infantil y la cultura globalizadora». De todos modos, a mi gusto, la mesa estuvo surtida y se complementó muy bien.

Publico aquí lo que leí en la oportunidad.

Afiche del Encuentro

Encuentro de Escritores e Ilustradores de la Región

La literatura infantil y la cultura globalizadora

Sobre la «cultura globalizadora», me interesa, en particular, la idea de un sistema cultural que paulatinamente tiende a convertirse en algo único, universal, general. Tal portento, en nuestra época, solo puede hacerse efectivo sobre la base de otro sistema: el sistema económico, con sus fuerzas más arrolladoras: el capital, el mercado, las finanzas, el dinero.

Sin tomar en cuenta esto último, sería muy difícil comprender qué puede haber de global en lo cultural, justamente, allí, donde las tradiciones, los localismos, las identidades regionales, las artes, el juego, las fiestas, los regalos y las ofrendas, deberían ser lo distintivo de aquello que las sociedades pueden considerar como su cultura propia.

Ustedes me dirán que la globalización cultural avanza sobre el entramado de las redes que posibilitan las nuevas Tecnologías de la Información y las Comunicaciones. Que es la información y el conocimiento generalizado, instantáneo, ubicuo, lo que configura la característica más sobresaliente de la globalización cultural, o de una «cultura globalizadora».

No voy a discutir eso. Pero quiero tomar en cuenta el otro aspecto: el del modo en que lo mercantil penetra hasta el último resquicio de lo cultural para convertirlo en mercancía y cómo podría, exactamente eso, afectar a la literatura infantil y juvenil, y viceversa.

Entiendo que lo distintivo de la cultura, al interior de las sociedades, es ser un ámbito en el que se produce, circula y se consume «sentido». El sentido es un «recurso» básico de toda acción e interacción social. La cultura requiere de la «continuidad» de algunas tradiciones y de la «coherencia» de un saber común con el que los individuos pueden interpretar las situaciones de acción en que se encuentran, y conducirlas.

Estos dos requerimientos —continuidad y coherencia— son necesarios para la legitimación de los órdenes sociales. Y la legitimación de los órdenes sociales es clave para la integración de los grupos y de los individuos en el espacio social. En ese punto, conviene subrayar que la continuidad de ciertas tradiciones culturales y la coherencia de los saberes comunes son igualmente necesarias para la orientación práctica de las nuevas generaciones: he ahí el sentido de la acción, si lo hay.

Sin estos elementos, sin contar con una dirección de sentido, la socialización de los individuos, la formación de personalidades autónomas, el logro de identidades biográficas, no podría garantizarse, sea para la continuidad histórica de la sociedad o para sus transformaciones.

Y es ahí donde vemos eso del malestar cultural actual. Ahí, cuando intentamos evaluar o aceptar la validez de las tradiciones y los saberes, se nos hacen evidentes ciertos problemas que perturban la reproducción cultural y que nos alertan sobre una pérdida de sentido general, un desencanto expandido, una desmotivación patente entre niños, jóvenes, adultos y viejos, una amplia deslegitimación de la cosa política y una fuga sin rumbo por parte de muchos individuos: muchos, demasiados.

Los actores sociales no hallan en la cultura un acervo de tradiciones y saberes que les permita cubrir la necesidad de entendimiento que las nuevas situaciones les plantean. A menudo se encuentran con que no saben cómo interpretar los hechos que enfrentan. La vida, ya en lo público, ya en lo privado, a menudo se les manifiesta como un sinsentido. No saben cómo seguir. No saben para qué seguir. Pregunten, al azar, a un docente de secundaria. O pregunten, también al azar, a un joven cualquiera, uno de esos que trabaja en un negocio de venta de servicios. Ni qué decir si le preguntan a cualquiera de esas personas que a diario se ven involucradas en situaciones de violencia más o menos inesperada. Cualquiera de estas personas revelaran que el sentido es un bien escaso, muy escaso.

Y es que el sentido se agota con la colonización que el mercado, el dinero y las relaciones de poder, las clientelas de poder, llevan a cabo, día a día, cada vez de manera más extendida, cada vez con más profundidad, allí en el mundo de la vida, que es donde la cultura debería hacer su trabajo de coordinación, de solidaridad, de integración, de identificación, de búsqueda auténtica de proyectos de vida logrados. Eso es, en rasgos generales, el resultado de lo que he venido a llamar la «cultura globalizadora».

Ahora bien, la reproducción cultural, la reproducción del recurso sentido, la reproducción y multiplicación de saberes, tal como se viene llevando a cabo en esta sociedad ordenada por los mecanismos sistémicos del dinero y del poder no son procesos que se cumplan sin más, completamente libres de conflictos y disputas.

El espacio social y el tiempo histórico, esos recursos figurativos de toda acción, son como pilares en los que se apoyaran los distintos modos de relacionarse entre sí las clases sociales, las generaciones, los grupos y los individuos. Prácticas de conservación, de resistencia, de reproducción o de transformación de las estructuras sociales, ofrecen la perspectiva de un conflicto en el que se pone en juego la disputa por el «sentido». Nadie queda al margen de esta disputa, por acción o por omisión.

Los distintos actores vinculados con el mundo de la Literatura Infantil y Juvenil (escritores, ilustradores, editores, libreros, bibliotecarios, promotores de la lectura y lectores, adultos o niños, y tantos otros) no son ajenos a ese conflicto. Y la literatura tampoco es ajena a ese conflicto.

Es que la literatura, con su privilegiado sitial cerca del lenguaje y de la comunicación, siempre ha sido, por un lado, un espacio para el acervo de los recursos semánticos, un espacio para el cultivo y el acopio de «sentido», y por otro, también, una fuerza de creación de «sentido», de apertura de mundos, de creación de nuevas motivaciones y de nuevas orientaciones para la acción.

Entonces, en el marco de una «cultura globalizadora», me permito señalar algunas cuestiones programáticas que pienso que son relevantes para los actores vinculados al Mundo de la Literatura Infantil y Juvenil. No lo tomen como un mandato, sino apenas como algo que trato de indicarme a mí mismo.

Lo primero que los actores vinculados al mundo de la Literatura Infantil y Juvenil deben dilucidar es hasta qué punto se acoplan a esos procesos de colonización del sistema que también colonizan la literatura. Si facilitan esa colonización o si, por el contrario, le presentan resistencias, buscan y aprovechan las grietas y las contradicciones que los mecanismos de reproducción del sistema dejan abiertos para intentar imponer otros rumbos, otras alternativas: caminos de inclusión, caminos de resignificación, caminos de motivación para una acción creativa.

Lo segundo que estos actores deben considerar es hasta qué punto se quedan con el acervo de tradiciones más a la mano que dispone la literatura, y lo replican sin más, sin considerar si es válido para el presente, si tiene alguna posibilidad, hoy día, aún hoy, de ofrecer sentidos vitales para aquellos lectores, los niños, que acometerán su lectura y su posible apropiación.

Lo tercero que los actores vinculados al mundo de la Literatura Infanntil y Juvenil deben aceptar como un desafío es la posibilidad de que, en los marcos de una acción comunicativa enraizada en los espacios culturales vigentes, la literatura que producen pueda llegar a jugar ese papel tan relevante que es el de abrir mundo. Facilitar a los lectores la posibilidad de reconsiderar siempre cuál es su lugar y su tiempo para desarrollar proyectos de vida autónomos, auténticos, creativos. Proyectos de vida para los cuales la literatura (y la lectura, que es su instancia privilegiada) puede ofrecer ese recurso tan valioso que es el de multiplicar sentidos, renovar sentidos y proyectar sentidos sin dejar atrás una perspectiva de continuidad de lo más humano de la humanidad (aquellas promesas de libertad, igualdad, solidaridad que nos ofrecieron nuestros antepasados) y sin dejar atrás esa necesidad de coherencia que en todos los casos, cuando exista realmente, habrá de facilitar el entendimiento y la interacción.

En este último caso, demás está decirlo, uno de los desafíos mayores para los actores vinculados al mundo de la LIJ es estar atentos a aquello que se va gestando entre las nuevas generaciones. Y es que una de las cosas que la cultura globalizadora también nos trajo, ahora sí, promovida por las nuevas tecnologías de la comunicación y las informaciones, es esa capacidad prefigurativa que surge aquí y allá, muy a menudo, por impulso de los más jóvenes, quienes intentan afirmar su independencia respecto del mundo adulto y de las tradiciones locales, y quienes vienen a decirnos que posiblemente haya un punto de encuentro entre aquel futuro que nos venía de atrás y este futuro que ahora nos viene de adelante. Estar atentos a eso, a lo valioso que allí surja, e intentar compartirlo y difundirlo. Y dejar allí, en eso, nuestras mejores aspiraciones.

¿Qué cosa mejor podría sucedernos?

Lo contrario, lo peor, sería quedarnos quietos, no hacer nada, dejar que el sistema siga laborando a nuestras espaldas, y ver cómo la «cultura globalizadora» se vuelve un páramo donde el dinero y la violencia muda son el único sentido posible, ese gran sinsentido.

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