El valor de la palabra escrita: ¿Qué papel juegan las nuevas tecnologías?

Hoy fui invitado a participar en el panel «El valor de la palabra escrita» que tuvo lugar en el Centro Cultural de La Experimental de Malvín.

Fachada de La Experimental de Malvín

Me acompañaron en el panel otros escritores y periodistas: Tatiana Oroño, Marisa Silva, Hugo Bervejillo, Mario Morosini y Marita García Posse.

Mi ponencia, a pedido de los organizadores, intentó centrarse en los aspectos de la escritura y la lectura relacionados con las nuevas tecnologías. A continuación el texto de la ponencia:

¿CUÁL ES EL VALOR DE LA PALABRA ESCRITA en relación con las nuevas tecnologías de la información y las comunicaciones? Y más precisamente aún: ¿cómo afectan los procesos de digitalización de contenidos escritos y la creación de redes sociales virtuales (blogs, facebook, twitter, la nube, etcétera) a esa práctica tan antigua de juntar palabras en papel y en formato libro?

No podría abordar todos los puntos clave en esto, pero señalaré los que para mí son más sobresalientes:

– La penetración de internet sacude toda la estructura de circulación de la palabra escrita. Provoca un cambio radical en el viejo mundo analógico de los medios de comunicación. Por dos lados: por la inmediatez de los procesos de comunicación y por la re-distribución de los dispositivos de enunciación, publicación y archivo.

– La web 2.0 marca el pasaje del predominio del consumidor pasivo de palabras escritas al predominio del prosumidor (una suerte de consumidor activo o de productor gratuito: que es receptor y emisor a la vez, que modifica los mensajes y discursos recortándolos a su gusto).

– La digitalización de la escritura y su puesta en red marcan un cambio radical en los procesos de lectura, recepción y archivo de la información y de los discursos: hay libros de papel cuya existencia deja de tener cualquier sentido práctico: las guías telefónicas, las enciclopedias, los diccionarios, los índices y códigos legales y otros tantos.

El anuncio en marzo de este año de que la Enciclopedia Británica dejaría definitivamente de imprimirse en papel es un signo claro del cambio de los tiempos: no hay marcha atrás en esto.

– El periodismo (en todos sus formatos, pero más precisamente la prensa escrita) se ve seriamente afectado. ¿Qué sentido tiene leer en la prensa escrita a la hora del desayuno todo aquello que ya leímos en nuestras redes sociales a la hora de la cena el día anterior? No es una catástrofe, porque una cosa es el formato y otra el contenido. Pero es un cambio de paradigma importante. Los periódicos que han sabido insertarse en las redes digitales sobrevivirán gracias a la retroalimentación creada entre lo analógico y lo digital. Si sobreviven.

El afiche convocando a la actividad.

Y aquí con esto último, entro a esa cuestión más peliaguda que es la de los contenidos que circulan escritos por las redes.

¿Qué es lo que se dice y se escribe? Todo, de todo. ¿Cuál es el formato más adecuado para envolver, presentar y echar a circular los diferentes contenidos escritos? ¿Hasta dónde el formato condiciona el contenido? ¿Hasta dónde la entrada de lo escrito en una red de circulación afecta a quienes escriben, a quienes leen, a lo escrito y a lo interpretado? ¿Cómo, de última, el valor de la palabra escrita se ve afectado por esta hipercirculación en formato digital?

Me permito citar a Jorge Luis Borges, con un fragmento extraído de su texto «La biblioteca total», un texto que publicó la revista Sur en el año 1939. Dice el escritor y bibliotecario:

Yo he procurado rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una divinidad que delira.

En estos días, en que la red de redes se parece cada vez más a esa «biblioteca total» de la que hablaba Borges, me pregunto: ¿por qué el escritor pensó esa figura, la de la biblioteca total, como un horror, como el horror de la divinidad delirante?

Se me ocurre una respuesta. Borges era un lector y un escritor analógico. ¿Qué quiere decir eso? Quiere decir que leía, pensaba, razonaba y creaba siguiendo una secuencia de líneas ordenadas por páginas, encuadernadas en libros con tapas, libros dispuestos en una biblioteca según un orden temático, lógico y alfabético. La biblioteca con la que Borges interactuaba respondía a una arquitectura que era a su vez la arquitectura de los textos puestos en el códice con una lógica espacio-temporal secuencial, muy bien demarcada, donde a un tiempo y a un espacio determinado le correspondía un individuo que era el lector de un libro escrito por un autor, así como a una línea escrita le correspondía la siguiente en una lectura de izquierda a derecha y de arriba a abajo.

Pero las nuevas y las múltiples formas de la escritura digital (y sus textualidades resultantes) cambiarán (ya lo hacen) esa manera analógica de relacionarnos con el contenido (conocimiento, información) escrito.

El texto deja de estar en un lugar y un tiempo determinado. La textualidad digital pasa a ser un continuo ininterrumpido, sin márgenes, sin páginas, sin el viejo individuo que se construye al leer. Es un cambio. Estamos frente a un escritor social y a un lector social, donde el nombre biográfico es una contingencia irrelevante. Se abre la posibilidad de nuevas formas de lecto-escritura social, colectiva, en red. Formas fluidas. Formas virtuales que asemejan la presencialidad del orador tradicional y que sacuden a su modo la lectura profunda y silenciosa que hacía un hombre como Borges. He ahí su horror. He ahí la divinidad delirante que lo espantaba.

El libro de ese dios delirante es un libro social, cuyos soportes, cuya arquitectura, no son los que Borges conoció, aunque sí, tal vez, los que llegó a adivinar en su imaginación.

Los comentarios, las citas, las interpretaciones fluyen construyendo una sociedad del conocimiento en red. Las jerarquías se diluyen tan pronto como se constituyen. No hay verticalidad en el orden de los textos.

El libro digital, del cual tanto se habla, aún está muy asimilado en su forma al libro analógico. El cacharro electrónico, el lector digital, el e-reader, no modifica mayormente la arquitectura clásica del códice. Las tabletas, los smart phones, apenas agregan alguna cosa más, en la medida en que comienzan a abrir los textos a los comentarios y subrayados en red. De momento, la auténtica digitalización intertextual es una promesa. Que el libro digital todavía no haya despegado es en parte por eso: porque no se despegó del analógico.

Ahora bien, lo que nos preguntamos es si realmente queremos que las nuevas textualidades que van surgiendo echen por tierra a las anteriores. Y la pregunta es si van a cumplir, las nuevas textualidades, las promesas de liberación y humanización que no llegaron a cumplir las textualidades analógicas.

¿En qué consistieron esas promesas, señalizadas a menudo como grandes virtudes de la lectura tradicional?

  • La lectura tradicional (en soledad, en silencio) concitó siempre una promesa de liberación.
  • La lectura es la mejor forma que conocemos para articular nuestras palabras en un pensamiento y un discurso coherente. Forma así la personalidad del individuo: del individuo de la era burguesa (que aún es la nuestra).
  • La lectura tradicional es la mejor manera que conocemos para acceder a múltiples posibilidades de existencia.
  • La lectura nos recrea, dicho esto en el sentido fuerte de la palabra «recrear».
  • La lectura nos introduce en distintos círculos de pertenencia más amplios que el familiar o el escolar.
  • La lectura nos permite ir más allá de lo inmediato y lo evidente: nos conduce a otros lugares y a otros tiempos.
  • La lectura nos da una oportunidad única de ser uno y otro a la vez.
  • La lectura nos permite conocer y nos forma en un saber; nos permite apropiarnos de una lengua y echar raíces en su tierra más fértil

Por un largo tiempo —tal vez el lapso de dos o tres generaciones—, seguramente coexistirán ambas formas de textualidad y de lectura: la analógica y la digital. Iremos viendo como complementan sus virtudes y sus defectos.

Pero de momento, lo poco que sabemos con certeza es que leen más quienes tienen un nivel educativo mayor. Leen más y mejor los que provienen de hogares más educados donde hay, además de terminales de red, buenas bibliotecas, con buenos ejemplares de esos libros tradicionales que tanto amamos los lectores analógicos.

Ese círculo virtuoso de lectura, educación y mejor nivel de vida no se ha roto. La cuestión es si las nuevas textualidades pueden ayudar a ampliar ese círculo, si pueden ayudar en un programa que incluya a las mayorías sociales o, por el contrario, si terminarán por marcar aún más la distancia entre incluidos y excluidos.

Quizás, el horror de Borges ante «la biblioteca total» no debería ser desdeñado. Aunque nuestros motivos no contemplen las cuestiones laberínticas que desquiciaban al argentino y sí, más bien, las promesas de liberación que acopió el enciclopedismo y que aún no ha cumplido. De la biblioteca total, en definitiva, lo que a nosotros más debería horrorizarnos sigue siendo el afuera.

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Nota bibliográfica: este artículo debe mucho a mi permanente seguimiento de la web y el blog Libros y bitios de José Antonio Millán y también del blog Los futuros del libro, de Joaquín Rodríguez.

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